Y si tengo que hablar de labores difíciles, le diré que el mío, el de jefe, no es nada sencillo. Gozamos de una fama poco prestigiosa, casi siempre vistos como privilegiados por parentescos, inadecuados para los trabajos duros e, incluso, haraganes con suerte. Diré que en esos casos es porque habla la voz de la envidia, que siempre se vale de generalizaciones, pues es más fácil que reconocer los logros, y sobre todo, entender las complicaciones del oficio. Muchas veces uno tiene que acarrear con los errores de los más estúpidos y con las pretensiones de los más competentes. No le queda más a uno terminar siendo no un obrero sino todos. Un grupo de trabajo es organismo y el jefe es quien debe ser cada una de las articulaciones que unen sus componentes, siendo participe en cada uno de los movimientos que este ejerce.
He tenido tiempos pésimos, jornadas horrorosas, momentos difíciles -¡Uy! Nada más recuerdo aquel día en que caí, y tan fue el impacto que dejé un gran hueco en el suelo y quedé insertado hasta la cadera.-. Ahora, igual, tengo peores torturas, como soportar políticos y empresarios que vienen día tras día en inmundas manadas. Sin embargo, no se compara, sin duda, a tener que sobrellevar a algunos alumnos que no hacen más que dar lástima. Pues, uno entiende que los tiempos hayan cambiado, pero algunos extremos resultan intolerantes. En mis días, la teoría servía sólo como relleno, como excusa para hacer las cosas, pero para triunfar sabíamos que era necesario imponer lo propio, algo renovador que tan exclusivamente nosotros podíamos aportar por ser jóvenes. Estos nuevos muchachos no hacen más que leer la Biblia y el Fausto, revolcándose en reglas y recomendaciones -que suelen ser tan pesadas como las leyes- sin la posibilidad de poder escapar de sus garras. Pero no caeré yo también en el espíritu de la generalización, ya que tengo mi excepción a la regla: un compadrito engreído que integra mi grupo de alumnos, descendiente de una buena familia, el molesto Miguel. Creía yo en su persona la posibilidad de huir de generalización que otorga más de mil recibidos por año. Tal vez, no era demasiado listo, pero había intenciones en el que eran más que envidiables. A él no le molestaría enfrentarse al más majestuoso de todos los tiempos, sabiendo de antemano su derrota y prometida para él la más cruel de los condenas, lo que en mí despertaba añoranzas se otras épocas que me revolvían el estómago en una sensación difícil de describir. Pero no bastaba con sentimientos, era tiempo de pasar a la oscura prisión que es la realidad.
Fue una ocasión perfecta sus bajas calificaciones, lo que me vio obligado a darle un ultimátum, excelente excusa para darle la prueba que me confirme el proyecto que él era. Ni bien pude desocuparme, lo llevé a que cumpla su misión.
- Bien, Miguel, vamos para allá –le dije-. Te será sencillo, simplemente es la hija de un panadero, creo que se llama Beatriz Mancini. Tiene veinte años y todavía no a tenido encuentros sexuales. Es un poco regordeta, narigona y desagradable. Sus anchos hombros y brazos la ayudan en su labor, pero la alejan de cualquier pretendiente. No tiene mucha escuela ni mucha calle, no puede dar dificultades. De igual modo, mantén los ojos abiertos y no te confíes.
- Maestro, usted me ofende –me dijo Miguel subrayando su pedantería-. No sólo me cree incapaz de cometer grandes hazañas, sino también duda de mi capacidad frente a una instancia tan sencilla. Ya sabe, señor, quien es mi padre. Es esa misma sangre la que corre por mis venas. Verá usted de todo lo que soy capaz, no lo olvide.
- Pues bien, veremos que tan listo eres. Recuerda que esta será la última oportunidad que veras pasar frente a tus ojos, así que más te vale, por tu futuro, que hagas las cosas como se deben. ¿Sabes qué? No confío en tu arrogancia, ya sabremos como te las arreglas.
Miguel cerró su enorme boca e hizo un gesto de antipatía. Eran las dos y media de la mañana cuando llegamos a la panadería “El progreso”, ubicada en la esquina que formaban dos solitarias calles, en una poco desvelada ciudad de la costas del mar argentino. El aprendiz tomo nota de cada una de las características del lugar, tal como mandaban los libros. Anotó en su informe:
“El frente está obstruido por una cortina metálica que tapa la entrada principal. No hay gente a la vista. Las pocas luces que rodean la zona son tímidas ante la oscuridad reinante del barrio. Se escucha, proveniente del interior de la panadería, una música acompañada por los alaridos de una voz femenina tan escasa de esta virtud que, más bien, no se distingue de los ladridos de los innumerables perros de la zona. Existe una puerta trasera que posiblemente lleve al lugar donde la desprevenida victima prepara la mercadería para vender cuando el sol salga.”
El hábil aprendiz se deslizó terrible por las medianeras vecinas, haciendo ladrar a los ya nombrados canes del barrio, mientras una ráfaga helada de invierno entraba por los huecos que la puerta trasera otorgaba sin apocamiento, mientras los árboles revoloteaban su prosa de silbidos en actitud melancólica, llorándoles a la noche sus miedos y pesares, confesándoles a la escondida luna testimonios de tantas fechorías que habían visto cometerse. De un momento a otro las luces de la panadería pasaron a extinguirse, dejando a la veinteañera en plena penumbra, quien, aterrorizada, quedo inmóvil, lloriqueando en silencio, presintiendo ya la visita de un hostil compañero. Miguel provocó un pequeño temblor en el mostrador pequeño donde se alojaban las facturas del día anterior, ocasionando en la muchacha un silencio repentino. Armada de coraje, Beatriz manoteó la tabla que se encontraba en la parte superior del horno, hasta encontrar sobre ella el más macizo palo de amasar. Luego, se dirigió al mostrador sigilosamente, mientras una respiración agitada se escuchaba acercarse de a poco. El ladrido de los perros cesó. Sólo quedo ese jadeo interminable e intenso rodeando en el aire como la mano de la negra muerte, acercándose segundo a segundo. Se extinguió todo sonido. La panadera ya se creía muerta. No veía escapatoria, no sabía sonde se encontraba aquel ser terrible que había perturbado su feliz labor. De repente, se escucho el ruidoso chirrido de la puerta trasera que se arrastraba hasta golpear al cerrarse, cuando la muchacha, adivinando la maniobra del criminal, dio media vuelta y atacó al aire con su instrumento de cocina, impactando al desgraciado infeliz que había intentado sorprenderla.
Las luces volvieron a encenderse.
Tiró al inconsciente ser en un canasto de pan que tenía ocupado por unos cuantos felipes ya pasados de fecha. Lo Ató con unas redes donde metía el pan viejo y espero hasta que recuperara la conciencia. No podía llevarlo ante las autoridades. Era un ser demasiado extraño para exponerlo. Armaría todo un revuelo, cosa que no haría nada bien al local de su padre, ni a ella misma. Hace un tiempo, don Ibáñez tuvo que cerrar su oficio en las quinielas luego de que un joven entró a robar en su comercio. Al parecer, era hijo de un comisario muy amigo de un empresario portuario. A él no le gusto nada la perdida de su hijo, lo que le costó al quinielero su trabajo y dos años de cárcel. La chica no era tan tonta. “Si eso te dan por castigar al hijo de un oficial, por este se me va a cerrar cualquier puerta”, dijo en vos alta mientras el inconsciente daba sus primeros indicios de vida al babear su hombro.
Paso una hora, Miguel despertó. La joven no dio respuesta ante los movimientos de ojos que el aprendiz gesticulaba con expresión terrorífica. Fijó, de una vez por todas, la mirada en la muchacha y empezó el clásico “Diálogo de presentación”, llamado así por el teórico Samuel
[1].
- No pongas resistencia, pues mía serás. Te llevaré a mis pagos donde haré contigo lo que mi maestro disponga. No pongas resistencia, ya tu alma está condenada. Tengo amigos poderosos, mi propio padre es popular en tus tierras. Poco tiempo te queda en este lugar. Libérame, y así podré hacer de ti lo que disponga.
- ¡Momento! -dijo la joven-. ¿No deberías, no sé, pagarme con algo?.
- ¿Pagar? Por qué me tienes, por un ser atado a los caprichos de mujeres. Mi voluntad basta para que cualquier acción se cometa. No necesito pagar, pues…
¿Qué no ves quien soy yo? ¿No sientes la oscuridad en el alma, el aire ardiente en el pecho?
- Ni una cosa ni la otra. No eres quien yo creo, o creí que podrías ser. ¿Cómo puedes atemorizarme si ni salir de esos panes viejos puedes? Y en el caso de que lo fueses, conozco las reglas. Se que debes darme algo a cambio.
El debate duro hasta pocas horas de finalizar la noche. Miguel terminó por confesar su identidad. Enternecida y preocupada por la posición del aprendiz, la joven aflojó con sus pretensiones y pudieron llegar a un trato justo. Luego de acordar los puntos, la muchacha firmó el precontrato con Miguel, quien se marchó de la panadería para flamearme los logros conseguidos. A la noche siguiente, se reencontraron en “el progreso” para cumplir los propósitos que se establecían en el acuerdo.
- Bien, Miguel –dijo la muchacha ya lista para comenzar la preparación de su sustento de vida-, que nombre tan gracioso tienes para ser quien dices que eres. De igual manera, eso mucho no me incumbe, pasemos a lo nuestro. Mientras charlamos, podrías ayudarme a preparar estas medialunas. Se que para alguien como tú debe ser deshonroso este trabajo –pronuncio con gesto de ironía-, pero es por ti que hago todo esto, tu debes hacer tu parte.
El alumno hizo una mueca con los labios, luego se arremango y empezó a imitar lo que la panadera hacia. Luego de unos instantes de silencio, hubo que empezar con lo acordado.
- Muy bien, recuerda que eres mía si yo puedo cometer tan sólo una de las tres peticiones que tú me hagas. Tan sólo una. Eso será suficiente. Ten cuidado con lo que pides, pues soy un ser de suma inteligencia. No erres en tus sentencias, tu dependes de ellas.
Mientras pronunciaba esas palabras, el extraño personaje titubeaba y jadeaba como si estuviese entrando en un curioso acto de placer. Sus ojos parecían escaparse de los débiles marcos que proponía su extraña figura. Sus dedos se enredaban con los de la otra mano, acompañados de un espantoso juego de muñecas que las hacia rotar hasta sentirse las roturas de los elementos que componían sus articulación. A cada diástole del monstruo parecía sentirse el aullido de un alma en pena encerrada. En cada riza suelta, su boca despedía los más terrible olores que parecían debilitar las fuertes llamas del horno industrial.
- Claro que lo recuerdo. –dijo la corpulenta Beatriz sin prestar atención a las deformidades que se daban en su acompañante-. Pero si estás demasiado apurado, comenzaré ahora mismo… Claro, eso harás. Escúchame bien: Si sabes algo de mí, no puedes evadir el detalle de que soy escritora, amateur, pero escritora al fin. Aquí tienes, son mis últimos textos. Si puedes mejorar tan sólo una de mis obras, tienes derecho a llevarme contigo.
- Un detalle, una metáfora poco adecuada, una tilde mal colocada, cualquier cosa… -dijo Miguel fervoroso, tanto que si fuera perro ya se hubiese orinado.
- Sí, cualquier cosa –dijo la panadera-. Puedes pedir ayuda.
Miguel se despidió para comenzar con su trabajo. Juntó a Borges, Arlt, Cortazar, Bécquer, Quevedo, Góngora, entre otros grandes autores de la lengua hispana. Ellos otorgaron su ayuda sin reproches. Se sentían felices de poder enterrar a una escritora de tan poco calibre. Esta actitud parece un poco canalla para señores tan ilustres como los mencionados, pero debe comprenderse que luego de unos años en este lugar uno ya pierde la bondad. “Pero yo no me molestaría, –pronunció uno de los artistas- si es escritora, al cabo de un tiempo terminará aquí” Miguel se excuso. Rescribió varios momentos de la obra y, a la noche siguiente, volvió a la panadería por su premio.
- Muy bien, ahora vendrás conmigo.
- No iré a ningún lado –dijo Beatriz.
- Tú me prometiste…
- Dije que si mejorabas mi obra cumpliría con lo que me pediste, pero no puedes corregir mi obra para hacerla mejor, nadie puede, sólo yo. Si otra persona mejora lo que escribí, ya no es mío. Pertenece a otro autor. Uno mejor, puede ser, pero ya no es mi obra. Ella es mía y de nadie más, por más mal escrita que esté.
- No comprendo –dijo con enfado Miguel.
- Mira, escribe algo en este papel. Cualquier cosa. Bien, ahora yo lo borrare y escribiré la misma idea pero con otras palabras. Ahora, como verás, en primer lugar vos escribiste algo y yo lo rescribí, ya no eres el autor tú sino yo. En segundo lugar hemos cambiado de palabras. Cada palabra tiene su propio peso, su propia identidad, por más que encierren conceptos similares. Si tú cambias las palabras cambias el sentido. Yo ya no soy autora de la obra.
- Claro, claro, basta ya –dijo Miguel seguido de una pausa-.Tú ganas. Dime, ¿Cuál es el próximo mandato, niña mía?
- Está bien, presta atención, ya no seas tan torpe: Yo soy soltera y sin novio. No he sentido nunca el amor en mí. Tú tienes que lograrlo. Debes traerme a una persona que despierte en mí un amor incondicional y que esa persona sienta de mí lo mismo, ¿entendido?.
Miguel se quedo pensando un momento. Empezó a caminar de forma macabra por toda la panadería. Sus dientes crujían como un serrucho de tiza que cortaba la tabla de un pizarrón. Frenó su caminata un segundo y comenzó un entretenido juego con un pan de manteca que estaba sobre una mesada. Se paró frente a la inmaculada y pronunció un duro y feliz “entendido”, marchándose con rapidez.
A la noche siguiente Miguel esperaba a la panadera en la puerta del establecimiento con cerca de veinte mil pretendientes. Comportamiento tan adornado tenía dos notables razones. En primer lugar, no era positivo fallar en su segundo intento, pero además, no conocía los gustos de la muchacha. Es así como bandadas de adultos, jóvenes, niños y ancianos; rubios, morenos y castaños; blancos, negros y orientales; bajos, altos, gigantes y enanos; torpes, tontos, listos y hábiles; rulitos, calvos, rapados, peli-largos y peli-cortos; caballeros y damas dejaban pasar el tiempo en el acortado patio trasero. A la hora señalada, se produjo el encuentro.
- ¿Pero cuanta gente has traído?- dijo la panadera largando un grito de lo menos encantador.
- No voy a fallar. No, no. Claro que no.
- Eso lo veremos, empezaré la búsqueda.
Y aunque hubo resultados, las estadísticas no fueron positivas. A la panadera sólo le gustaban las personas de distinto sexo, lo que eliminó once de los veinte mil invitados. Además debió eliminar a los mayores de cuatro décadas y menores de dieciocho por cuestiones de afinidad, lo que dejó sólo tres mil aptos. El filtro del gusto también fue puesto a prueba, ya que mil tuvieron el visto bueno por la joven. Pero de esos mil solamente quinientos la consideraron agradable para algún hecho sexual, aunque el noventa y cinco por ciento rechazo la posibilidad de amarla incondicionalmente. Ya con un número bastante reducido, se iniciaron las pruebas correspondientes para que el amor se lleve a cabo. Durante seis meses, la panadera fue cortejada por los favorecidos, aunque se mantuvo persistente en conservar su virginidad. Tal vez fue este suceso el que puso en peligro el plan, ya que sólo uno llegó a amar –en sentido sentimental y no carnal- a Beatriz. Temeroso, el aplicado Miguel gasto sus energías en ver que nada disloque la nueva relación. Dicho esfuerzo no fue tan glorioso, pocos hombres se acercaban a perturbar el nuevo romance y, al parecer, el enamorado de la panadera supo beneficiar el amor logrado. Pasado un tiempo, el aprendiz volvió a presentarse frente a la joven. Con la felicidad en una mano y un manojo de amenazas en la otra, no pudo contener más sus emociones.
- Eres mía, niña, ya no tienes excusa. ¿O a caso sí? No, no la tienes. He ganado. Tú has encontrado un amor incondicional. Ya gané. ¿Qué tienes que decir ahora?
- Nada, sólo que no has ganado-. Dijo la muchacha.
- ¿Cómo que no gané? Tú ahora eres mía, encontraste tu amor.
- Crees que por encontrar un amor ya es incondicional. Qué tonto. No existe tal cosa. No existe un amor incondicional, nunca lo encontraré si no existe. Entiéndeme, cualquier romance es finito, eso ya es una condición.
- Eso quiero verlo, no te creo, eso lo quiero ver.
- Entonces esperá hasta que el amor perdure hasta la eternidad. ¿Puedes por casualidad demostrar en este momento que mi amor va a ser para siempre, y por lo tanto, que es incondicional?
-Bueno, creo que no.
- ¿Y cuándo podrías hacerlo?
Miguel esperó un momento antes de contestar. El nuevo fracaso no era una idea que le interesara demasiado. Las espadas y las paredes suelen sacar de uno hasta lo más inesperado y, sin embargo, también lo más inoportuno. Pero como en riesgos estaban empatados, la cornisa era exiguo sustento para ambos. Me parece a mí que lo que molestaba en mayor medida al aprendiz era verse superado por tan desmañada persona. Lo que lo llevó a sospechar sus supuestas habilidades, en primer lugar, y sobre las de la muchacha, que, después de todo, no había sido calificada negativamente por su experiencia sino a partir del conocimiento que yo le había aportado. Es así que, como tal cual lo hacen los malos perdedores, no tomó la derrota como un fracaso personal sino como una treta de su superior, quien le había encajado cocodrilo por Bambi.
No le quedó más que contestar la verdad, por lo menos la que el suponía.
- Probablemente, cuando el amor termine. Y hay ganarías tú, ¿verdad?
- Exactamente- festejó Beatriz-. Creo que la victoria es mía, pues mi última petición se te complicará bastante, pero tú has aceptado no rechazar ningún tipo de propuesta, ¿no es así?
- Por supuesto, querida, pero tan poco me busqués lo imposible –dijo Miguel, con un curioso tono argentino-. Estoy listo, largá ya.
- Bueno, paciencia, tenemos tiempo.-Beatriz pensó un momento, indicando su acción mirando al techo y colocando el índice de la mano derecha por debajo de su labio-. Prestá atención. Deberás traerme a una chica que resida en el infierno actualmente, que tenga veinte años o más, pero que se mantenga virgen aún. ¡Sí! Eso es lo que te pido, ahora apuraté.
- ¿Segurá? –preguntó Miguel.
- ¡Por supuesto! ¿Es realmente imposible, verdad? Agregaré otra cuestión. Tienes una hora, sí, tan sólo una hora. ¿Te parece?
- Con un minuto me alcanza.
Estaba yo jugando una partida de truco con El Señor. No es mal jugador, además es bastante simpático. Sabe apostar, y tiene mucho para hacerlo. Recuerdo que, no hace mucho tiempo, le gané un par de Santos por mano en un “falta envido”. ¿Qué curioso, verdad?. El partido no sólo se disfruta, también conversamos mucho mientras se abaraja, cosa que es bastante aprovechable.
- Pues bien –me dijo-, que ocurrió finalmente con Miguel.
- Tuve que aceptarlo de nuevo en la clase, ¿qué más podía hacer? Pero, que más da, se lo ganó.
- ¿Pero? –Dijo El Señor estirando la o como relator de fútbol.
- Ya lo sé, no hizo grandes méritos. Pero bueno, la muchacha era lista, sólo pensó tener todas sus cuestiones resueltas, no supo ver donde estaba.
- ¿Te referís a la cornisa?
- No seas así. Conocía los peligros y diseño un plan genial, fue tan sólo un error de ubicación. ¡Vos sabes bien a que me refiero! ¿No crees que ya es hora de que se lo digas?
- ¿Decirles, a ellos? No, ni pensarlo. Así está bien. Ellos son capaces de verlo por si mismos, pero claro, ven lo que quieren. Además, ¿con qué nos divertimos nosotros si no es con ellos?
- Tienes razón, como siempre.
- Concuerdo contigo que la chica era muy hábil, me gustaría que la apuestes en el próximo partido.
- Ni soñarlo –le dije.
- ¿Tienes planes para ella?
- Ya le conseguí un puesto en las instalaciones, quiero disfrutarla en lo que mejor sabe hacer.
- ¿Y qué apostarás?
- Qué tal este, se llama Mariano, escribe lo que le dicto hace ya un tiempo.
- Muy bien, sos mano.
- ¡Envido!.
Mariano Vergara
[1] Samuel, “El diálogo de presentación” en Teorías Infernales, Tierra del fuego, Vergara, 1986; 66.