11.11.06

<< Oscuro Silencio >>

Ahí estaba, parado sobre el aire de aquel helado suelo que intentaba mantenerme de pié. Silencio y soledad. Ruido y luces de colores. Todos giraban dentro de mis ojos pidiéndole ayuda a una sombra en la pared.
Figuras opacas pasan de un lado a otro de los barrotes. Mis suspiros retumban suavemente sobre mis oídos congelados. Por momentos, sólo los fantasmas que mi imaginación creaba me hacían compañía. De las celdas contiguas, algunas voces gritaban mi nombre. No me conocen. No los conozco. Tampoco paso por mi cabeza, en ningún momento, la idea de socializarme, no lo necesitaba. A veces, cuando uno está preso en sí mismo, sólo quiere cerrar los ojos y soñar con los bellos paisajes que jamás podrá conocer. Soñar con las personas que no lo olvidan. Soñar con las letras que lo arman. Soñar con las formas que no asustan.
Con mi cuerpo recostado sobre las piedras que yacías debajo de mí, puse a volar mi imaginación para hacer pasar el tiempo invisible dentro de aquel reloj inexis­tente. Por mi cabeza, muchas personas que no conocía comenzaron a pasar una y otra vez como viejas fotografías que querían hacerse ver. Intenté hablarles. Nada. No había respuestas. No había sonido. Nadie parecía escucharme. Nadie quería, realmente, escucharme.
Las llamas de un ardiente fuego se clavaron fugazmente en mis ojos. Nada más brillaba a mí alrededor, solo eso simplemente existía dentro de mi cabeza. Al tiempo que mi mente viajaba por un mundo lejano, entre silencio y temor, unos guardias pasaban junto a mí maldiciendo al cielo por la vida que les había tocado. Extraño. Yo encerrado injustamente al lado de mi imaginación y ellos enojados con su pre­ciosa vida, esa vida que en comparación con la mía era dorada. Bronca. Paradoja. Tonterías incesantes recorrían la inmensidad del oscuro universo. Falsas teorías que ellos creían reales. Solo podía asombrarme al ver lo equivocado que estaban. Yo estaba solo, no ellos.
Volví a mi sueño. Intenté respirar profundamente sin perder la concentración. Solo un segundo me alcanzó para entrar en ritmo otra vez. En ese momento co­mencé a imaginar, de nuevo. Cosas sin sentido. Cosas imaginarias. Cosas muy rea­les.
La pequeña llama pasó a ser ya un gran incendio. Solo eso, fuego creciendo más y más a cada segundo. Fuego incrementando su poder como si alguien lo estuviese alimentando. Yo no pude ver nada a su alrededor, simplemente unos papeles en blanco que rogaban por el fin, de una vez por todas. Aquellas hojas vacías, tal vez, no eran más que eso, pero estaban ahí ardiendo en su dolor esperando, como si dios existiese, un segundo de calma.
De pronto, el fuego comenzó a extinguirse como si los segundos empezaran a caminar a través de toda la pequeña habitación, buscando el tiempo perdido. Ya no quedaba nada. Los papeles habían desaparecido, y del fuego no había rastros ya. Solo la nada misma.
Volviendo, luego de un rato, al mundo real, vino a mi cabeza la imagen de una persona a la que había tenido que dejar afuera. Solo por la fuerza. Casi no recordaba su nombre. Solo sus ojos y su voz. Su belleza. Sus palabras.
Un tiempo fue el que permanecí tieso, pensando, recordando todo aquello que una parte de mi mente ansiaba olvidar. Mi corazón, en cambio, se esforzaba por mante­ner ese rostro, pero el tiempo quería borrar las manchas de luz que yo había decidido clavar sobre un muro de mis huesos.
Me puse de pié sobresaltado al ver aquella persona detrás de los caños de acero que me dividían del mundo exterior.
Vi que hablaba. Movía sus labios dándome algún mensaje que el silencio no me dejaba escuchar. A veces, gesticulaba con sus manos para hacerme salir del transe en el que estaba hacía algunos cuantos años ya.
Me acerqué a los barrotes para tomar su mano. Quería volver a sentir ese calor que hacía ya tiempo que no sentía. Cerré los ojos para disfrutar aquel momento. Ol­vidaba todo lo demás. Solo ese instante. Solo ese momento.
Unas palabras más salieron de su boca. Intenté responder. Fue inútil. Fue en vano. Una luz muy brillante parecía salir de sus ojos. A pesar de mi paranoico silencio, nada parecía afectarle. Era feliz. Éramos felices.
Luego de un tiempo de sólo mirarnos, se fue. Se fue junto con la luz de sus ojos que hacía brillar a los míos. Soledad. Ya de nuevo todo estaba en soledad. Mis sue­ños y yo teníamos que volver al silencio y la oscuridad de aquella caja de acero que me retenía prácticamente muerto y cubierto de una opaca paranoia.
Invierno. Verano. Todo era lo mismo. Ya no sentía ni calor ni frío. Solo llegaba a mí el dulce suspiro del aire que me despertaba por las mañanas. Años que pasaban rápidamente como si nada ocurriese. Esa era mi vida ya. Solo años que corrían ve­lozmente. Sin destino. Sin punto de partida.
Treinta años. Cuarenta años. Ya prácticamente ni recordaba. Todo en mi mente parecía borrarse. Todo se olvidaba por sí solo. Posiblemente, el resto de los pobres seres que también sufrían en soledad dentro de cuatro paredes, que poco a poco pa­recían encogerse, creían o parecían ser gente normal. Pero yo no. Fui demasiado dé­bil y tuve que darme por vencido. Puedo decir que estaba medio loco. No, mejor dicho, completamente loco. Los bichos y la mugre eran mis mejores amigos y mis lágrimas sólo servían para limpiarme la cara, por momentos, bañada en suciedad. En esas circunstancias era normal que me volviese loco. Casi al filo de ser nada dentro del espeso aire y las tinieblas que rozaban las paredes.
El cansancio me venció. Ya pasaron setenta años. Y aquí estoy, tirado sobre el catre sabiendo ya que mi muerte fue hace ya unos años.
Aquí estoy, mis sueños se acaban ya y la esperanza dejó el color verde para trans­formarse color rojo sangre. Como la sangre que cubre mis ojos. Como la sangre que está secándose dentro de mi cansada alma.
Ya sin luces de colores. Ya sin ruidos que me espantan. Ya sin libertad.





Damián Aguirre

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