13.11.06

<< Sueño inastillable >>

Mientras caminaba Alejandro Galván por los senderos asfaltados que recubren la corteza en las ciudades olvida los lamentos que vienen con la rutina, con los problemas cotidianos que tanta importancia tienen, y a la vez, valen tan poco el esfuerzo. A menudo, suelen quedar impregnados en el alma, y ventilar el cuerpo un poco suele ayudar, siempre y cuando los trastornos no nos acompañen. Mientras algunos eligen la terapia, y otros el cuchillo en las venas, Alejandro camina por la calle solo, sin rumbo, hacia el lado del mar. Se pierde en los colores mientras camina junto a la calle, allí, en paz. No piensa en lo que vendrá mañana, no siente lo que ayer sentía. Sabe que caminar por calles de piedra no es problema. No le importa las densas bocinas, ni los ladridos de los perros; es que a veces la gente no sabe de las riquezas de la vida y piensan que serán felices yendo apurados a todas partes y teniendo canes que valgan un sueldo. Nada de eso: invierten esfuerzo en motores rápidos y en adornos vivientes, entonces sus vidas van deprisa y viven juntando excremento. Por ir precipitadamente, uno se pierde. Resuelve un problema que no tenía y deja de lado los difíciles (los que no cuestan dinero). La gente no camina, no piensa las cosas, no reflexiona. Sólo va allí, atolondrada, sin saber lo que quiere, o peor aun, queriendo cosas que en realidad dan lo mismo tenerlas o no. Alejandro no era un sabio, pues era ignorante de sus logros espirituales. Contemplaba el mundo externo, mientras avanzaba en sus ideas. A veces le gustaba andar con un amigo, de esos que no hablan de problemas sino de cosas cálidas, pero no con las mujeres a las que cortejaba, sospecho yo que por malos recuerdos. Ese día, su vagabundeo calmo fue interrumpido por Gastón, un entrañable y noble afecto de esos que uno ve poco, no sólo por pertenecer a la oscuridad del pasado, sino también porque, en su actual persona, era irritable como la luz en los ojos. Alejandro olvidó esquivar la casa de su amigo, quién estaba afuera hablando con Daniel Suárez, otro joven protagonista de sus antiguas aventuras del colegio. Gastón subió el tono de vos, cuando Alejandro estaba a unos cincuenta pasos de él.
- ¿Mirá que personaje quedo en libertad? Hoy en día, la justicia perdona a cualquiera. ¿Qué paso, Ale? ¿Tu mujer te dio libre la tarde hoy?.
- Por lo menos, no me entusiasma molestar a los demás. ¿No ves? A Daniel no le interesa lo que vos puedas decir –dijo Alejandro ensayando su sarcasmo, luego miró fijamente a Daniel-. ¿Cómo anda todo, usurpador de novias?
- ¿De que te quejás? Yo te salve, de ella, claro. ¿Te gusta perderte por acá, no? Debes en cuando te veo, siempre andás dando vueltas los domingos A veces pienso en gritarte –decía Daniel mientras miraba un hueco en la nada- pero recuerdo que te gusta andar solo. Ya no es todo como antes. Sí que la pasábamos bien, extraño el pasado, pero yo no me pierdo en él, construyo, edifico…
- ¿Ahora sos albañil? –Se le escapó a Gastón- Basta ya, ustedes me causan mucho. Siempre hablan de cosas raras, no se para que, no los entiendo. Creen que son mejores por hablar en ese tono. A ustedes les falta, no sé, hacer lo que hago yo.
- Que bien –siguió Alejandro-, pero no puedo, de chiquito me dijeron que me debían gustar las mujeres.
- Bueno, hagan lo que quieran. Vendré por la solución del problema hoy a la noche, ¿está bien?.
- ¿Qué problema, cierto aparato que no funciona? Eso no tiene arreglo ya –bromeo Alejandro, que ya se estaba poniendo un poco cargoso, pero no por esa causa los otros dos serios, con la cabeza hacia abajo, como si algo les molestara-.
- Vení hoy a la noche y te lo digo –dijo Daniel-, ya sabés donde está casa.
Alejandro miro casi por accidente a sus amigos, los saludo a ambos y luego, cuando ya iba unos pasos, puso su cara de perfil, los miró e hizo un gesto de falta de interés.
Ya era hora de volver a casa, pero siguió pensando en aquella propuesta tan misteriosa, intrigado por esa solución tan importante para sus amigos, pero tan desconcertante para él. Se olvido del asunto a las dos cuadras, mientras pensaba que podía hacer de cenar. Levanto una tapa de gaseosa con los pies y empezó a llevarla a las patadas por el aire, mientras la gente se mostraba indiferente a aquellas majestuosas piruetas. Pensó en tomar un colectivo o un taxi, pero ni por la avenida pasaban ya. Cuando quiso mirar su reloj, él ya no estaba en su manga. “Me lo debo haber olvidado en casa” dijo mientras miraba al cielo. De pronto, noto cientos de pájaros que volaban lentamente hacia delante. Alejandro sólo prestaba atención a su vuelo y al extraño destino. ¿Por qué volaban tan de noche? La intriga lo mareaba más y más. Luego recordó el tono oculto de sus amigos y el pasado tan hermoso que habían vivido. Pero si se navega en el pasado, se naufraga en el presente. Ya no había carteles de calles, ni calles. Estaba en la periferia más deshabitada. Se había perdido.
Mantuvo la calma. Todo estaba bien. Tenía que encontrar a alguien que le dijese donde se encontraba. Pero nadie estaba cerca. Había que caminar o pasar la noche en los pastos altos. Venía el ocaso. El cielo se puso gris, y luego púrpura, y luego verde, y luego azul. El molesto Febo se escondía muy velozmente, al igual que la tranquilidad de Alejandro, que, poco a poco, se arrepentía de su error e insultaba su conducta.
Volvieron los pájaros, pero esta vez volaban bajo, muy cerca de la cara de Alejandro que, para no ser decapitado, tuvo que agachar su cabeza hasta la altura de sus piernas. Uno de las aves se detuvo delante de él. Era del tamaño de una mano humana. Sus plumas mezclaban matices que iban de un negro espeso hasta el más claro de los blancos. Su pico se veía quebradizo, y sus patas un poco maltratadas.
- ¿A caso te perdiste, pero eres tonto? Ten calma te voy a ayudar.
- ¿Cómo, sólo eres un pájaro caprichoso que no sabe ni para qué vuela? –dijo Alejandro.
- ¿Ah, no? Eso crees tú. Mira, tengo cosas que hacer, sólo toma ese camino y ve hasta aquél árbol. Busca la bolsa con el signo de interrogación amarillo, pero no lo abrás hasta caminar cincuenta pasos hacia allí. ¿Entendiste?
- Por supuesto, muchas gracias –dijo Alejandro. Luego camino unos veinte pasos en dirección contraria a la que le había indicado el pájaro. Tomó una piedra, la golpeó contra al piso y salió la bolsa que buscaba. “Dijo que no abra esa bolsa, la del árbol, pero no ésta” Pensó Alejandro. Inquieto y temeroso, soporto algunos metros con el objeto en incógnita, hasta que, vencido por la impaciencia, rompió las cuerdas que anudaban la tela y sacó de allí una llave.
Pero, ¿una llave? ¿Qué podría abrir, allí, en el medio de la nada? No hay más que unos cuantos pájaros, oscuras nubes, gatos salvajes. A los kilómetros se distinga más nada, y más allí, menos aún. Muchas, pero muchas piedras. Ratas, yuyos y yuyos. Caminos que iban de un lado al otro, como uno de esos juegos de revistas para el viaje en micro. La tierra que cubría el suelo y el aire. Unas plantas silvestres y un árbol con una pequeña puerta. ¿Qué podría abrir allí con una llave?. De cualquier modo, y sin razonarlo mucho, colocó la llave en la cerradura de aquel árbol, y le dio tres o cuatro vueltas hasta que terminó por caer destrozada.
Para que decir que la sorpresa fue tremenda, si en realidad nada de eso lo había sorprendido en absoluto. Para nada. Muerto los sentimientos más profundos se abren paso los más habituales y los más fáciles de complacer. Pero ¿qué digo fácil cuando las sociedades tardan tanto solucionar el problema del hambre? ¡Y lo que han tardado en hacer baños adecuados! Y, sin embargo, nadie se cura del miedo y del amor, de la vergüenza y la venganza. Pero el amor, por más fuerte que sea, pasa a segundo término cuando uno tiene hambre y huele a masa en el horno. Aquel aroma era, y los es para cualquier hambriento, el perfume más preciado; el alcanzar esa meta y darse a la gula era mucho mejor que cualquier hazaña, cualquiera que fuere. ¿Y cómo resolver aquellos extraños suceso? No importaba demasiado. Corrió hacia la primera mesa que encontró y, llamando a gritos al mesero, pidió la pizza que estuviese más tiempo en el horno y más próxima en salir. ¿Pero cuando tardaba en llegar? Miró su reloj: “¡Ya eran las diez!”. El tiempo pasaba, la pizza se enfriaba. Alejandro ya no tenía hambre. Y las dudas empezaban.
Y en que piensa uno primero, ante estas situaciones. Se me ocurre algo como: “Ya debe estas por venir”, o “Se le habrá hecho tarde”. Luego se sigue: “¿Era este el lugar?” o “¿No sería a las diez?”. Pero uno termina cayendo en la realidad, en la que uno sospecha pero no quiere caer en ella. De cualquier modo, continuaré con el relato. A nadie le interesan estas cosas y, si le interesaría a alguien, no veo porque se deban encontrar aquí. Como decía, las cosas se venían complicando para Alejandro. Ya era muy tarde, y ella no venía. La gente se floreaba por las calles, en pareja, felices. Tan sólo para trastornarlo a él, para despertar su envidia. Al parecer, había una cola inmensa afuera, probablemente esperando a que el banco internacional que se encontraba vecino a la pizzería abra. Entonces la diversión de nuestro protagonista pasó por espiar a la gente, hacerles caras raras y sacarles la lengua. De a poco se olvidó del dolor inmenso que sentía en su alma. Ya no era más presa del desengaño, en cambio, era el ser más despreciable del mundo: una de esas personas que parecen no sentir nada en absoluto. Su presencia era no más de lo que uno podía espiar, y no creo que allá peor castigo para un alma que ser tan sólo una percepción, unos segundos en la existencia de un señor que relojea mientras espera que se inicie la actividad del banco.
Entonces, cuando las cosas empezaban de nuevo a hacerse tediosas, apareció ella. Estaba apoyada en una de esas estructuras hechas para que la gente espere el colectivo. Vestía mejor de lo acostumbrado, a pesar de que ya eran las cinco y la tarde no daba para mucho. Alejandro notó que hablaba con alguien, pero estaba de espalda a la vidriera. Además, por más sufrido que estaba, no quería interrumpir semejante escena. Las cosas se estaban poniendo buenas, ¡era su amigo, el tonto de Daniel!.
No sabía ya como actuar. ¿Qué haría ante semejante acontecimiento?. Daniel, hasta aquí, en unos ocho años de amistad sólo se había comportado como un ser honesto y camarada ejemplar. Al verlo ahora, con su novia, con ese aspecto tan ebrio de emociones, despertaba un nuevo punto de vista. Su cara ya no era aburrida, sus ojos no eran más infantiles y sus movimientos ya no eran bonachones. Aquel sujeto exiguo de alma pasaba a ser de ángel a diablo, de cobre a oro, de idiota a traicionero, del sinsabor de la nada al brillo del espíritu. Comprendió así Alejandro con que persona estaba tratando. No le molestaba la actitud de su amigo, ni la de ella. Pero encontrar algo atrayente en alguien que para él ya poca utilidad le aportaba le pareció algo encantador.
Alejandro salió hasta hace rato estaban los amantes pero sólo habían dos ancianos en ese lugar. Amargado, Galván se sentó en el banco de la parada de colectivo a llorar silenciosamente aquel horrible fracaso. El señor que allí estaba con él se tomó el atrevimiento de hablarle:
- ¿Qué sucede joven?
- Señor, déjeme. No podrá comprenderme. Desde que estoy en este maldito lugar las cosas se me están complicando. Todo aquí es oscuro y dinámico. Quiero volver a mi casa. Usted, ocúpese de sus asuntos.
- ¿Y qué hago ahora? Pero decime, por favor, que es lo que te preocupa.
- Muy bien –contestó Alejandro un poco harto-, ¿ha visto una parejita aquí? Uno es un atorrante cara de nada, la otra vale menos que él.
- Sí los vi, pero hace ya unos años atrás. Yo era joven como tú, no te preocupes, la felicidad viene por otros caminos que no son acordes al dolor. Mirá –señaló el anciano a un colectivo que venía-, tomá ese y andá a la casa del ingenuo.
- ¿Pero quién es ese muchacho? – preguntó la anciana que estaba junto a su marido-, me resulta familiar.
- Soy un viejo amigo, nada más –contestó Alejandro y luego habló aparte al anciano-. Muchas gracias, nos veremos luego.
- ¡Desde ya!

El colectivo iba tan lleno que ya ni aire se respiraba. Como todo sábado a la noche se inundaba de jóvenes que molestaban al resto de los pasajeros. Las viejas, con sus comentarios, flameaban la bandera de la moralidad, mientras Alejandro, envuelto en sus pensamientos, no hacia más que triturar el boleto con sus manos. El viaje duró un buen rato, aunque no pudo constatar esa longevidad. El reloj en el ómnibus, como siempre, estaba roto, y el de su pulsera no lo había tenido presente aquella noche. No se atrevió a pedirle la hora a nadie, pero la verdad es que de nada hubiese servido reclamarla. Sabía que el resultado sería absurdo: algunos darían las tres, otros las diez y cuarto, otros las cinco y media. El tiempo ya no importaba, ya todo estaba escrito, todo estaba predeterminado por una fuerza superior a cualquier voluntad.
Bajo en la parada indicada. Miró la casa por un rato. Las luces estaban encendidas, pero tenues. Cruzó la calle, sacó las llaves. Abrió las cerraduras con movimientos delicados en fin de no hacer ruido. Entró en la callada vivienda y, buscando el cuarto de su amigo, subió por las escaleras. Y allí estaba él.
Envuelto entre las sábanas y en el sueño más profundo, descansaba su amigo, quién, de repente, rompió los hilos que lo ataban a su descanso y saltó sobre la cama. Las miradas no tardaron en cruzarse, entonces Daniel, muy tranquilo, se dirigió a su amigo:
- Alejandro, sos vos, que miedo me diste. ¿Sabés qué? Esta noche soñé con vos.
Su amigo lo contempló unos segundos y, con un tono peculiar contestó:
-¿Ah, sí? Ya me parecía.



Mariano Vergara

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