<< El sol y los lobos >>
Alguna vez, perdido por aventurarme a una búsqueda, me encontré con tal hermoso lugar que me costaba darme cuenta si era verdad tal maravilla o si los sueños eran tan carnales y sensibles como la sustancia que los produce. Yo siempre he defendido a la humanidad. Creo que es más hermosa que cualquier especie. Incluso estos bellos paisajes no se le comparan. Cualquier lugar puede ser bellísimo si quien lo siente así lo percibe. La belleza existe porque existen los hombres que se maravillan con por ella. Sin aquel ser, ese que siente y razona, el más bello paisaje da igual que largos pasillos de paredes blancas y, sin embargo, cada día se hacen más pasillos blancos y se destrozan más hermosos lugares.
Pero no quiero distraerme, necesito un poco más de concentración. Mi mente, al pensar en aquel lugar, da miles de vueltas en el aire y cae desterrada de la serenidad, pierde su estancamiento y se revuelve en el recuerdo de los hermosos días. Llegada la mañana, parecían despertar las montañas que a metros se imponían como el fondo ideal de cualquier imagen, tan bellas que si turistas hubiesen llegado tan lejos sacarían millares de fotos. Tenían tales montes picos tan altos que de ninguno se veía el final, aunque igual el sol nunca se ocultaba tras ellos sino hasta pasando las seis, pero el viento y la lluvia casi nunca podían eludirlos. Las flores crecían de tal forma que uno las veía nacer a la madrugada; las rosas no tenían espinas y el pasto no picaba las espaldas, los árboles otorgaban serenidad y las piedras eran suaves como la tela más valiosa. El agua abundaba en exceso, y eran tan transparente como el cielo eterno: tal vez era el paraíso, tal vez era algo más elevado. La tarde era mejor aún porque llegaba cuando el sol empezaba a aburrirte y, llegada la noche, el protagonismo no era natural, porque el paisaje callaba y se perdía en su propia oscuridad, y en el campamento prendíamos fuegos y ocasionábamos nuestro propios ruidos, aunque era prudente y delicioso acostarse temprano. El cansancio de un día lleno de éxtasis causaba caer desmallado creo yo como a las once, pero no lo sé bien, no había visto un reloj hacía tiempo.
Fue muy extraño cuando llegué. Yo lo hice sólo. Hay muchos que necesitaron hacerlo con ayuda de alguien, pero yo sí lo hice sólo, por mucho que se diga lo contrario. Costó, pero valió la pena. Si alguna vez me había sentido feliz, ese mísero recuerdo, burlador y mezquino, falto de fuerzas y sustentado tan sólo por la nubosidad del pasado, no se comparaba con las notas como lluvia de verano, ni con las deliciosas figuras del placer en una mente placentera; aquél presente, que ahora es estrella, ha sido consumido por quien es comensal y comida.
No tuve que hacer inicios ni ningún tipo de estupidez para aprendices, solamente juntarme con los demás. Lo había empezado a buscar como en mis doce años pero tardé mucho tiempo en llegar. Había muchas rutas equivocadas y muchos senderos mentirosos, pero yo tengo buen ojo para estas cosas y no aflojé un segundo. Cuando llegué, ya mi mente no era tan pura y mi voz más grave, junto a muchas cosas nuevas, también había perdido un poco de sensibilidad, pero no costó recobrarla. La belleza me consumía de pies a cabeza y vivía dando vueltas por todos lados como un chiflado. Los demás intentaron calmarme, me desvistieron y vistieron con ropa ligera y adecuada, para luego llevarme a lo que llamaban el campo central, que estaba muy cerca del río. Mientras me atendían y de camino a aquel lugar, se me hablaba de aquellas divinidades que te volvían un manojo de sentimientos. Al principio, pensé que se hablaba de mujeres comunes, pero con el fin de sacarme las dudas opte por preguntar, a lo que ellos me decían: “¿pero a qué viniste entonces?”; y tanto ahorraban en descripciones que mi imaginación, sin muchos datos pero con mucha ansiedad, empezó a construir aquellas bellezas que aun no había contemplado. Finalmente, llegué a tal extremo que ya me había vuelto yo uno de ellos, y hablaba maravillado de las divinidades como si fuese quien más las conociera, cuando ni siquiera las había contemplado.
Ya en el campo, nos sentamos todos en el pasto formando un semicírculo y quienes me acompañaban clavaron la mirada hacia un árbol, creo yo de manzanas, que estaba a unos sesenta metros. Pregunté impaciente “¿Ahora qué?”, pero me relajaron y me dijeron que espere, aunque yo estaba bastante molesto porque era temprano y aun no estaba del todo lúcido. De un momento a otro, el numeroso grupo empezó a aplaudir como marcando un ritmo bastante monótono, hasta que el cielo se empezó a aclarar repentina mente y, cayendo desde el cielo, Iris se mostró hermosa y colorida, desviando la vista de sus adoradores. Aparecieron, entonces, las divinidades, que eran unas cuantas, para mi gusto, pero todas hermosas y llamativas. Vestían colorados, celestes y negros vestidos; además que lujosos adornos y calidos perfumes. Descalzas y alegres, se presentaban ante sus espectadores que gritan de alegría y se tomaban las manos entre ellos. Las divinas quedaron quietas y calmadas durante un instante y el público cayó, entonces, cuando la nulidad empezaba a ponerse incómoda, todas estas muchachas se sentaron a un costado, excepto una, que tomó el centro del escenario y, como una espléndida princesa, entonó hermosas canciones que conmovían a las multitudes.
¿Pero cómo podría explicar yo, con palabras tan vulgares y coloquiales –que son las que manejo-, tal calor celestial, tal armoniosa manta de sonidos que coloreaban las almas de aquellos fieles, haciéndolos llorar de emoción y exaltarse de placer?
La mañana fue larga y deliciosa. El canto de la hermosa niña divina atravesaba hasta el último de los rincones del lugar, y la belleza era tal que… ¿qué digo belleza? Ya dudo de lo que digo, como dudaba de lo que siento. Ya describir se me hace lento y penoso, y sufro de cada recuerdo que escribo, y lloro en cada palabra del pasado. ¿Para qué escribo todo esto si ya el pasado ha escrito mis mejores conceptos y sólo quedan los que me han quedado de este espejo de bolsillo que es el presente? Será eterno mi castigo, por que no contagio el germen que en ellos estaba esparcido a montones. Los cantos primeros, lentos y armoniosos, con muchos cambios de tonalidad, tristes, muy tristes, concluyeron con lágrimas tan colectivas y espesas que lograron hacer de aquel lugar un pantano antes de que el sol radiara sus rayos más fuertes. Pasado este momento, los cantos empezaron a ser melódicos y juguetones, extremadamente simpáticos, y se dio en aquel lugar el baile, y la gente motivada parecía no cansarse. Con el sol ya por ocultarse, los sonidos se mezclaron con un aire amistoso, que jugaba con los cuerpos y con el río, tan hermoso y claro como la misma Artemisa.
Ya tales hermosas jornadas duraron diez días. Me atreví a preguntar a uno de los muchachos ya más sabio en el tema por qué sólo una de estas divinas mostraba su arte, y él me respondió: “Es qué todas son divinas y hermosas, y consideradas iguales entre ellas. Pero quién nos captura en su armonía es quien ahora estás escuchando. Posee la gracia de varias de ellas sumadas y asociadas, como si todo le perteneciera.”. Pero a mí me había fascinado también una de las que allí sentadas contemplaba a su hermana. Era un poco seria y no muy entusiasta, y en sus ojos podían leerse miles y miles de unidades encadenadas entre si que formaban un hermoso espiral que me terminó atrapando, y la juzgué perfecta como allí se la veía. Pero pocos así la aclamaban y sólo tenían visión para quién el centro ocupaba, y quedaban como árboles que con las brisas se emocionan y menean por momentos; quietos y firmes sus cuerpos, con almas que querían de ellos salir y mostrarse como auténticas.Y ante aquel cielo majestoso de sus cantos nos fuimos portando como siervos enlazados por sus garras, o como animales atrapados por la mano que le da de comer. Dormíamos cuando cesaba y despertábamos a la primera nota. La décima tarde nos motivo empezando con sonidos tan rosas que hasta las plantas del lugar parecían emocionarse. Ella sabía que el final estaba próximo, por lo que procuró notas de menor intensidad y el tempo incluso fue menor. Todo el aire tranquilo del lugar empezó a turbarse e, incluso quienes tirados en el suelo yacían como muertos empezaron a ponerse de pie y a dirigir la mirada a la cantante, quien bella y luminosa siguió su marcha. De un momento a otro, todos en aquel lugar quedaron sentados y en silencio, y sus caras empezaron un poco a desfigurarse y a perder aquel movimiento que entonaban acorde a la música. Los ojos ya no eran enternecidos sino fríos, y los cuerpos antes lentos ganaban rapidez. La linda no se mostraba aun incómoda, ni parecía que perdía el control de la situación, mejor, parecía que atraía a sus súbitos hacía ella y desentonaba para enfurecerlos. Me quedé temeroso en ese espectáculo. La masa esparcida se volvió tan sólo un pequeño núcleo que rodeaba a la agraciada, y el sol temeroso se escondió en el occidente. La noche se hizo espesa y las nubes poblaron el lugar, cuando un rayo rompió el silencio y cientos de puñales se dieron a la fuga, artos de su prisión, y liberando su furia se tornaron miles que despedazaban el cuerpo de la antes bien parecida, y comían la sangre como buscando en ella libertad, y arrancaban la piel y los huesos hasta destronar su cuerpo y torturar su alma. Para cuando me di cuenta, yo era uno de esos cuchillos.
Mariano Vergara
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