26.11.06

<< La puerta roja >>

La noche se alejaba ahuyentada por los rayos del sol. El rocío crecía en las verdes hojas, tal vez, por espectadoras de lujo, como llanto sudado de tristeza inconsolable. El hielo que se rompía por los cantos de los gallos, hoy pertenece al cese de los ladridos de los perros y al grito de los despertadores, quienes no son mujer y, sin embargo, logran romperle a uno los oídos. Los gatos vagabundos bajaban de los tejados festejando por los trozos de carnes arrojados por el suelo que, aunque exiguos de fuego y aderezos, estaban frescos y listos para el consumo. El final suele ser tan potencial y explosivo como el comienzo, pero al hombre le da lo mismo el concluir de su propia vida que el fin de la humanidad misma. ¿Cómo serían las cosas si uno podría verlas desde afuera de uno, o del final al principio?
Luis Norberto Nuñez nació en una clínica, como tantos de nosotros, en una ciudad bastante poblada de la costa rioplatense. De niño no se veía muy listo, ni muy activo, ni muy bello, pero igual, y a poco tiempo de tener razón propia, pudo sentir en si la posibilidad de quedar marcado en unas líneas. Cuando uno es joven, siente que el mundo es simple, que es fácil ser mucho, que es de fracasados ser llegar a poco. La verdad es que son pocos y afortunados los hombres que rellenan enciclopedias. Pronto, y poco a poco, el mundo deja de ser esa fiesta de la honestidad donde uno produce y consigue para transformarse en un sitio sin regla del esfuerzo. Aquí el mundo no es justo, y el cielo tampoco lo es. ¿Pues quién sabe? Tal vez en los valles donde reluce la puerta brillante hay un guardián divino que sentencia ocasionalmente: “Míralo, otro tonto que no robo”. No sabemos bien que es la justicia, y es un poco nocivo pensar que ella es nuestra protectora. O peor aún, como algunos, pensar que está de nuestro lado, y no del otro. Eso no es justicia, y no tengo muy claro lo que significa aun. Quienes son de mi influencia, o más respetables en sus opiniones, gente a la que yo miro desde el zócalo, a menudo un pueden espiar en todos lados; nadie es ubicuo, el mundo es conjunto de puntos de vista.
La verdad es que a Luis, a sus once años, le importaban poco estas cosas. Tenía una hermanita un par de años menor, Sandra, y un hermano, Jorge, que un par iba delante de él. Su padre trabajaba en una pequeña empresa –que poco provecho veo en contarles a que se dedicaba-, mientras su madre se dedicaba a los tareas de la casa. En frente a ellos vivía una familia con algunos problemas de más, los Rodríguez Mancini, los cuales tenían cierta jerarquía en su linaje. El abuelo de Enrique, el padre de familia, al parecer había hecho un importante dinero declarando bienes del estado como propios, aunque nunca llegó a ser tan importante como su padre, quién juró alguna vez haber montando al lado de los aborígenes del sur, y luego, con bondad y afán de justicia, los entrego a un amiguito suyo, uno que ahora es ilustre en los billetes de cien pesos. De aquellos senderos majestuosos sólo ahora habían quedado algunas chucherías viejas, las cuales el padre de Enrique no había llegado a vender por culpa de su inoportuna defunción. Su padre lo educó para vivir de lo que él producía, pero, lamentablemente, se olvido de revelarle que hacer cuando ya no tenga de quien vivir. Tan sólo le bastaron diez años en arruinar por completo a la familia. Según cuentan algunos, la muerte, antes de llevárselo, le advirtió sobre su futuro, lo que ocasiono en el buen hombre una reacción solidaria: vendió su última propiedad para otorgarles el dinero a un boliche a punto de la quiebra y a sus refinadas empleadas, pero claro: cada acción solidaria tiene su premio. A tanta tragedia, Enrique se encontraba desempleado, con muy poco oficio y muy pocas ambiciones intelectuales, las cuales no lo hacían un ser de pocos deseo, pues una ambición se reemplaza por otra . Su esposa, día a día, lo amenazaba con el exilio a mejores pagos si no encontraba una solución a tal difícil asunto. Desesperado, suplicó a sus vecinos:
- Tú has sido mi amigo desde muchos años. Siempre jugamos juntos, desde pequeños. ¿Recuerdas esas veces en que yo te prestaba mis juguetes? Era nuestra amistad, que brillaba en esos hermosos años. Te suplico por lo que más quiera, necesito que me consigas trabajo en la empresa.
- ¿Amigos? Ni me saludás por la calle cuando me cruzás. Vos si que no tenés cara, eh. ¿Te acordás que me prestabas tus juguetes con la condición de que el que ganaba eras vos?¿Y cuando le dijiste al lungo: ese negrito, es mi amigo porque me da lástima? Bien, yo no soy la basura que vos sos, te voy a conseguir laburo. Solamente, te pido una condición: ese chiquito que tenés ahora –dijo el padre de Luis señalando al hijo de Enrique-, quiero que lo eduqués como alguien que valga la pena, que limpie el sucio apellido de tu familia. ¿Está claro?
- Como digas, amigo –dijo Enrique en señal de arrepentimiento.
Ese pequeño, era Diego, noble como pocos, siempre que tengamos en cuenta la sangre antes que la pureza del alma. Pudo recuperar él la infancia de sus padres, ya que no tardo Enrique en hacerse amigo de sus jefes, quienes reconocieron sus habilidades al poco tiempo, y a pesar de eso, le brindaron hermosos ascensos. Enrique mostraba un valeroso coraje a la hora de mandar a sus subordinados, y era tanta su generosidad que no les negaba los esfuerzos que el mismo se privaba. Sin duda, estas muestras de inteligencia y esfuerzos lo mostraron similar a quienes montaban la empresa, pero por supuesto que tan aire altanero le hizo olvidar a quien su empleo pudo alguna vez alcanzarle. Mas eso aun lo dejó en la línea de sus pares, quines ante la crisis económica, y sin ganas de perder un dólar –es decir, un peso- dejaron sin empleo a quienes sólo trabajaban y no brindaron sus afectos. En esta lista, y para ser más emocionante esta historia, se encontraba el padre de Luis, que no había aportado ni diez años siquiera a su trabajo, pero acercándose esa fecha, era conveniente reducirlo antes de subirle su paga.
El hombre perdió con su empleo sus esperanzas. Intentó conseguir uno nuevo como pudo, pero todo fue inútil. Nadie le daba trabajo a quién sólo trabajo podía ofrecer, e incluso quien antes había recibido algo del buen hombre, no vio positivo devolver el favor. Su mujer, noble y gentil dama, vivió angustiosos meses llevando poca comida a su mesa, aunque no fueron muchos esos días: una enfermedad terrible mató a unos de sus órganos y ella no pudo sobrevivirlo. Murió a los pocos días, luego de las diez velas de la pequeña Sandra. Su familia sintió fuertemente esa pérdida, pero más el joven Luis, que abandonó la escuela al poco rato para cuidar a su hermana, mientras su padre y Jorge conseguían dinero para mantener a la familia.
Pero quiso, tal vez el todo poderoso, que las cosas siguieran su rumbo, y fue en una larga tormenta que sacudió los cables que sobrevuelan las calles y acompañó una hermosa lluvia, diría yo, similar al diluvio divino. Tan fue la fuerza y la ira que cayó el árbol que florecía en el parque de Luis, destruyendo una de las habitaciones, y arrancando una de las piernas de su padre, tal como se rompieron las murallas ante las trompetas de Jérico.
Y era cuando acompañaba a su padre a la ambulancia el momento en el que Luis observó a Diego, a través de su ventana, riéndose a carcajadas de la desgracia ajena. Luis era demasiado maduro ya, a pesar de su edad, para que eso le causara algún conflicto, pero le molestó la actitud de los mayores, que viendo tal acto en un muchacho no se lo regañara. En vez, parecía que se lo elogiaba por aquello.
Pasaron los años y las cosas no mejoraban. Muchos eran los problemas que ocasiona el padre de los muchachos, pues ya no aportaba dinero, sino todo lo contrario. Y al sentir que era una carga para sus hijos, decidió ya no causar molestias, más el precio de un descanso digno de un hombre y su correspondiente ceremonia. A todo esto, ya Luis llegaba a los dieciséis, y era ya todo un hombre. A falta de familiares dignos, cargaba en el todo el peso de su familia, incluso el de su hermano, que había optado –no lo juzgo- por el alcohol y las drogas, a falta de una solución. Pasaba largas horas con los muchachos del barrio, y estaba más noches en el áspero asfalto que en las suaves cobijas. Era mal tildado en el barrio, y antes de ofrecer soluciones inútil, la gente del lugar prefería mirarlo con desprecio. De esta forma, era mucho más fácil para todos, ya que si el estaría mejor, tal vez sería otro quien moleste, y si no fuese así, se correría el riesgo de no tener tema de conversación en las panaderías.



Eran las seis de la tarde en un día terrible, cuando el verano traía a la ciudad inmensas masas de gente, quines aportaban movimiento a la ciudad y camionetas a los comerciantes. El tráfico estaba trastornado y era muy difícil encontrar un lugar tranquilo. Jugaba Sandra a unas cuadras de su casa, a fuera, mientras su hermano estaba trabajando. La jornada se volvía poco alentadora, pues se acercaban las nubes y la gente quería escapar con velocidad de las gotas. Entonces, retornaba en bicicleta Luis a su hogar y divisó a las cuadras a su hermana, que a pesar de todo conservaba su sonrisa cuando se divertía. Cruzó ella la cuadra a buscar una pelota que se le había escapado, cuando de los ojos de dios salió un auto que poseía un corazón tan frío y oxidado que no volvió atrás, luego de haber derribado a la niña, quien, desplomada en el suelo, su risa se apagó. Y los llantos de su hermano fueron tan sinceros que ni el mismo Jesús hubiese dado tanto por sacrificarse por ella, un ser tan noble y alegre que alumbraba la oscuridad de la noche. En la tristeza inmensa, la aceleración del corazón, la soledad del final era tan final y tan solitaria; la misma muerte hubiese salido corriendo atemorizada.
Las personas más solidarias de la zona acercaron su ayuda a la mal herida, mientras las vecinas de la zona salían a observar los hechos y ser testigos propios de aquel acto. De tras de doña Elsa, una de las más ligeras en correr rumores, apareció Diego, quien iba a la casa de uno de sus amigos, y le susurró al oído arrugado de la dama: “¡Qué bien, uno menos!”. Dichas palabras fueron captadas por Luis, que no prestó atención debido a la circunstancia, pues le pareció más urgente su ayuda que una reacción violenta, aunque su propia cabeza se ocupó de la venganza.
De vuelta del hospital, caminaba Luis por dos senderos a la vez: uno, el que lo conducía a su casa, el otro, el que lo llevaba a la de su vecino. Era tanto el odio que había en su cabeza que incluso sus ojos, que eran siempre tiernos, se volvieron erguidos y de gran fortaleza, mientras su paso era ligero. Logró divisar a metros a Diego, quien caminaba temeroso en la noche sólo mirando al frente, lo que facilitó a Luis seguirlo sigilosamente por detrás. Había entre la puerta de Diego, blanca como pocas, y otra anterior un pasillo, que era tan sombrío que se volvía el tramo más peligroso del trayecto. Incluso, así lo fue.
Luis tomó a su vecino, luego de que el abriese la puerta, y lo golpeó contra una pared. El otro, llorando, pidió piedad, pero no le fue concedida y recibió una fuerte patada. Luego, Luis sacó un afilado cuchillo y se lo enterró con fuerza en el brazo, y luego en la pierna, y luego en el pecho. La sangre se dio a la fuga, al igual que los gritos, pero era tan sombrío el lugar que parecía que el demonio lo había encerrado en una esfera sin salida. La maldad daba paso al disfrute, el disfrute al esmero; el odio cegaba sus ojos y la excitación guiaba su arma. Los golpes fueron seguidos, uno tras otro, volviendo aquel lugar una verdadera carnicería. Arrancó Luis los ojos del muchacho y los metió en su bolsillo, sacó luego la lengua y se la metió en el estómago, e hizo tantos cortes como segundos duró la noche. Terminada la venganza, cerró aquella puerta roja y gritó: “¡que bien, uno menos!”. Luego, se fue silbando y se metió en la cama.


Mariano Vergara

<< Recuerdos de infancia >>

Me gustaba usar la licuadora solo para ver sus molinos afilados girar.
Girar y hacer liquido.
Pensaba en cómo sería meter el dedo –o la mano, o el codo, o el pene, o la cabeza- hasta el fondo. Tocar y llegar al encuentro de las graciosas cuchillas. Ver mi cuerpo moviéndose dentro del vaso, nadando entre la sangre que brotaba.
Prefería pensar el dedo, porque era lo que tenía más a mano. Además la pérdida de uno no hace mucho, quedan otros. A veces, me atrevía aun más e imaginaba otras partes de mi cuerpo infantil. Pero ese punto ya me aterrorizaba, miraba la licuadora con repulsión y me alejaba.

El tiempo fue pasando y una noche retornaron con mayor fuerza mis complejos con la máquina. Me obsesioné. Hacía rato que –inconscientemente- había comprado una licuadora, pero al llegar a casa la había tirado en un rincón junto a mis demás fracasos.

Y ahora que la pienso, miro mi infancia. Mi primo decía que era solo un juego. Lo poco que puedo recordar es cómo empezó por el cuello, y fue bajando poco a poco. Pero el decía que era sólo un juego, y a mi me gustaba mucho jugar. Y qué mejor que jugar con un mayor, y más con mi primo. Qué digo, odio.

Ciego, fui directamente hacia el enchufe. El cable bailaba inquieto entre mis dedos. Rompo una pata de los nervios, igual funciona. Milagro para mis dedos. No tiene intermitencias.
¿Qué hago? ¿Así se termina con un trauma? No, es injusto. Desenchufado.
Mi primo. Su imagen se ríe en mi interior. Esa risa que. Infancia y punto. Era sólo un juego. Su risa y la niñez. Su risa y mi cuerpo. Su risa omnipresente y agobiante.
De repente estoy en la cocina. La máquina conectada. Mi primo, su risa que toca todo mi cuerpo. Rompo el vaso. Ahora es más grande, él no sé que dice, que se pare de reír, quiero sólo eso.

Limón, sí, limón. Agacho la cabeza, y él, y él. Inclino la cabeza y los molinos me incitan, giran, giran con el limón de fondo, para que ardan más las heridas
de muerte.



Joaquín

13.11.06

<< Sueño inastillable >>

Mientras caminaba Alejandro Galván por los senderos asfaltados que recubren la corteza en las ciudades olvida los lamentos que vienen con la rutina, con los problemas cotidianos que tanta importancia tienen, y a la vez, valen tan poco el esfuerzo. A menudo, suelen quedar impregnados en el alma, y ventilar el cuerpo un poco suele ayudar, siempre y cuando los trastornos no nos acompañen. Mientras algunos eligen la terapia, y otros el cuchillo en las venas, Alejandro camina por la calle solo, sin rumbo, hacia el lado del mar. Se pierde en los colores mientras camina junto a la calle, allí, en paz. No piensa en lo que vendrá mañana, no siente lo que ayer sentía. Sabe que caminar por calles de piedra no es problema. No le importa las densas bocinas, ni los ladridos de los perros; es que a veces la gente no sabe de las riquezas de la vida y piensan que serán felices yendo apurados a todas partes y teniendo canes que valgan un sueldo. Nada de eso: invierten esfuerzo en motores rápidos y en adornos vivientes, entonces sus vidas van deprisa y viven juntando excremento. Por ir precipitadamente, uno se pierde. Resuelve un problema que no tenía y deja de lado los difíciles (los que no cuestan dinero). La gente no camina, no piensa las cosas, no reflexiona. Sólo va allí, atolondrada, sin saber lo que quiere, o peor aun, queriendo cosas que en realidad dan lo mismo tenerlas o no. Alejandro no era un sabio, pues era ignorante de sus logros espirituales. Contemplaba el mundo externo, mientras avanzaba en sus ideas. A veces le gustaba andar con un amigo, de esos que no hablan de problemas sino de cosas cálidas, pero no con las mujeres a las que cortejaba, sospecho yo que por malos recuerdos. Ese día, su vagabundeo calmo fue interrumpido por Gastón, un entrañable y noble afecto de esos que uno ve poco, no sólo por pertenecer a la oscuridad del pasado, sino también porque, en su actual persona, era irritable como la luz en los ojos. Alejandro olvidó esquivar la casa de su amigo, quién estaba afuera hablando con Daniel Suárez, otro joven protagonista de sus antiguas aventuras del colegio. Gastón subió el tono de vos, cuando Alejandro estaba a unos cincuenta pasos de él.
- ¿Mirá que personaje quedo en libertad? Hoy en día, la justicia perdona a cualquiera. ¿Qué paso, Ale? ¿Tu mujer te dio libre la tarde hoy?.
- Por lo menos, no me entusiasma molestar a los demás. ¿No ves? A Daniel no le interesa lo que vos puedas decir –dijo Alejandro ensayando su sarcasmo, luego miró fijamente a Daniel-. ¿Cómo anda todo, usurpador de novias?
- ¿De que te quejás? Yo te salve, de ella, claro. ¿Te gusta perderte por acá, no? Debes en cuando te veo, siempre andás dando vueltas los domingos A veces pienso en gritarte –decía Daniel mientras miraba un hueco en la nada- pero recuerdo que te gusta andar solo. Ya no es todo como antes. Sí que la pasábamos bien, extraño el pasado, pero yo no me pierdo en él, construyo, edifico…
- ¿Ahora sos albañil? –Se le escapó a Gastón- Basta ya, ustedes me causan mucho. Siempre hablan de cosas raras, no se para que, no los entiendo. Creen que son mejores por hablar en ese tono. A ustedes les falta, no sé, hacer lo que hago yo.
- Que bien –siguió Alejandro-, pero no puedo, de chiquito me dijeron que me debían gustar las mujeres.
- Bueno, hagan lo que quieran. Vendré por la solución del problema hoy a la noche, ¿está bien?.
- ¿Qué problema, cierto aparato que no funciona? Eso no tiene arreglo ya –bromeo Alejandro, que ya se estaba poniendo un poco cargoso, pero no por esa causa los otros dos serios, con la cabeza hacia abajo, como si algo les molestara-.
- Vení hoy a la noche y te lo digo –dijo Daniel-, ya sabés donde está casa.
Alejandro miro casi por accidente a sus amigos, los saludo a ambos y luego, cuando ya iba unos pasos, puso su cara de perfil, los miró e hizo un gesto de falta de interés.
Ya era hora de volver a casa, pero siguió pensando en aquella propuesta tan misteriosa, intrigado por esa solución tan importante para sus amigos, pero tan desconcertante para él. Se olvido del asunto a las dos cuadras, mientras pensaba que podía hacer de cenar. Levanto una tapa de gaseosa con los pies y empezó a llevarla a las patadas por el aire, mientras la gente se mostraba indiferente a aquellas majestuosas piruetas. Pensó en tomar un colectivo o un taxi, pero ni por la avenida pasaban ya. Cuando quiso mirar su reloj, él ya no estaba en su manga. “Me lo debo haber olvidado en casa” dijo mientras miraba al cielo. De pronto, noto cientos de pájaros que volaban lentamente hacia delante. Alejandro sólo prestaba atención a su vuelo y al extraño destino. ¿Por qué volaban tan de noche? La intriga lo mareaba más y más. Luego recordó el tono oculto de sus amigos y el pasado tan hermoso que habían vivido. Pero si se navega en el pasado, se naufraga en el presente. Ya no había carteles de calles, ni calles. Estaba en la periferia más deshabitada. Se había perdido.
Mantuvo la calma. Todo estaba bien. Tenía que encontrar a alguien que le dijese donde se encontraba. Pero nadie estaba cerca. Había que caminar o pasar la noche en los pastos altos. Venía el ocaso. El cielo se puso gris, y luego púrpura, y luego verde, y luego azul. El molesto Febo se escondía muy velozmente, al igual que la tranquilidad de Alejandro, que, poco a poco, se arrepentía de su error e insultaba su conducta.
Volvieron los pájaros, pero esta vez volaban bajo, muy cerca de la cara de Alejandro que, para no ser decapitado, tuvo que agachar su cabeza hasta la altura de sus piernas. Uno de las aves se detuvo delante de él. Era del tamaño de una mano humana. Sus plumas mezclaban matices que iban de un negro espeso hasta el más claro de los blancos. Su pico se veía quebradizo, y sus patas un poco maltratadas.
- ¿A caso te perdiste, pero eres tonto? Ten calma te voy a ayudar.
- ¿Cómo, sólo eres un pájaro caprichoso que no sabe ni para qué vuela? –dijo Alejandro.
- ¿Ah, no? Eso crees tú. Mira, tengo cosas que hacer, sólo toma ese camino y ve hasta aquél árbol. Busca la bolsa con el signo de interrogación amarillo, pero no lo abrás hasta caminar cincuenta pasos hacia allí. ¿Entendiste?
- Por supuesto, muchas gracias –dijo Alejandro. Luego camino unos veinte pasos en dirección contraria a la que le había indicado el pájaro. Tomó una piedra, la golpeó contra al piso y salió la bolsa que buscaba. “Dijo que no abra esa bolsa, la del árbol, pero no ésta” Pensó Alejandro. Inquieto y temeroso, soporto algunos metros con el objeto en incógnita, hasta que, vencido por la impaciencia, rompió las cuerdas que anudaban la tela y sacó de allí una llave.
Pero, ¿una llave? ¿Qué podría abrir, allí, en el medio de la nada? No hay más que unos cuantos pájaros, oscuras nubes, gatos salvajes. A los kilómetros se distinga más nada, y más allí, menos aún. Muchas, pero muchas piedras. Ratas, yuyos y yuyos. Caminos que iban de un lado al otro, como uno de esos juegos de revistas para el viaje en micro. La tierra que cubría el suelo y el aire. Unas plantas silvestres y un árbol con una pequeña puerta. ¿Qué podría abrir allí con una llave?. De cualquier modo, y sin razonarlo mucho, colocó la llave en la cerradura de aquel árbol, y le dio tres o cuatro vueltas hasta que terminó por caer destrozada.
Para que decir que la sorpresa fue tremenda, si en realidad nada de eso lo había sorprendido en absoluto. Para nada. Muerto los sentimientos más profundos se abren paso los más habituales y los más fáciles de complacer. Pero ¿qué digo fácil cuando las sociedades tardan tanto solucionar el problema del hambre? ¡Y lo que han tardado en hacer baños adecuados! Y, sin embargo, nadie se cura del miedo y del amor, de la vergüenza y la venganza. Pero el amor, por más fuerte que sea, pasa a segundo término cuando uno tiene hambre y huele a masa en el horno. Aquel aroma era, y los es para cualquier hambriento, el perfume más preciado; el alcanzar esa meta y darse a la gula era mucho mejor que cualquier hazaña, cualquiera que fuere. ¿Y cómo resolver aquellos extraños suceso? No importaba demasiado. Corrió hacia la primera mesa que encontró y, llamando a gritos al mesero, pidió la pizza que estuviese más tiempo en el horno y más próxima en salir. ¿Pero cuando tardaba en llegar? Miró su reloj: “¡Ya eran las diez!”. El tiempo pasaba, la pizza se enfriaba. Alejandro ya no tenía hambre. Y las dudas empezaban.
Y en que piensa uno primero, ante estas situaciones. Se me ocurre algo como: “Ya debe estas por venir”, o “Se le habrá hecho tarde”. Luego se sigue: “¿Era este el lugar?” o “¿No sería a las diez?”. Pero uno termina cayendo en la realidad, en la que uno sospecha pero no quiere caer en ella. De cualquier modo, continuaré con el relato. A nadie le interesan estas cosas y, si le interesaría a alguien, no veo porque se deban encontrar aquí. Como decía, las cosas se venían complicando para Alejandro. Ya era muy tarde, y ella no venía. La gente se floreaba por las calles, en pareja, felices. Tan sólo para trastornarlo a él, para despertar su envidia. Al parecer, había una cola inmensa afuera, probablemente esperando a que el banco internacional que se encontraba vecino a la pizzería abra. Entonces la diversión de nuestro protagonista pasó por espiar a la gente, hacerles caras raras y sacarles la lengua. De a poco se olvidó del dolor inmenso que sentía en su alma. Ya no era más presa del desengaño, en cambio, era el ser más despreciable del mundo: una de esas personas que parecen no sentir nada en absoluto. Su presencia era no más de lo que uno podía espiar, y no creo que allá peor castigo para un alma que ser tan sólo una percepción, unos segundos en la existencia de un señor que relojea mientras espera que se inicie la actividad del banco.
Entonces, cuando las cosas empezaban de nuevo a hacerse tediosas, apareció ella. Estaba apoyada en una de esas estructuras hechas para que la gente espere el colectivo. Vestía mejor de lo acostumbrado, a pesar de que ya eran las cinco y la tarde no daba para mucho. Alejandro notó que hablaba con alguien, pero estaba de espalda a la vidriera. Además, por más sufrido que estaba, no quería interrumpir semejante escena. Las cosas se estaban poniendo buenas, ¡era su amigo, el tonto de Daniel!.
No sabía ya como actuar. ¿Qué haría ante semejante acontecimiento?. Daniel, hasta aquí, en unos ocho años de amistad sólo se había comportado como un ser honesto y camarada ejemplar. Al verlo ahora, con su novia, con ese aspecto tan ebrio de emociones, despertaba un nuevo punto de vista. Su cara ya no era aburrida, sus ojos no eran más infantiles y sus movimientos ya no eran bonachones. Aquel sujeto exiguo de alma pasaba a ser de ángel a diablo, de cobre a oro, de idiota a traicionero, del sinsabor de la nada al brillo del espíritu. Comprendió así Alejandro con que persona estaba tratando. No le molestaba la actitud de su amigo, ni la de ella. Pero encontrar algo atrayente en alguien que para él ya poca utilidad le aportaba le pareció algo encantador.
Alejandro salió hasta hace rato estaban los amantes pero sólo habían dos ancianos en ese lugar. Amargado, Galván se sentó en el banco de la parada de colectivo a llorar silenciosamente aquel horrible fracaso. El señor que allí estaba con él se tomó el atrevimiento de hablarle:
- ¿Qué sucede joven?
- Señor, déjeme. No podrá comprenderme. Desde que estoy en este maldito lugar las cosas se me están complicando. Todo aquí es oscuro y dinámico. Quiero volver a mi casa. Usted, ocúpese de sus asuntos.
- ¿Y qué hago ahora? Pero decime, por favor, que es lo que te preocupa.
- Muy bien –contestó Alejandro un poco harto-, ¿ha visto una parejita aquí? Uno es un atorrante cara de nada, la otra vale menos que él.
- Sí los vi, pero hace ya unos años atrás. Yo era joven como tú, no te preocupes, la felicidad viene por otros caminos que no son acordes al dolor. Mirá –señaló el anciano a un colectivo que venía-, tomá ese y andá a la casa del ingenuo.
- ¿Pero quién es ese muchacho? – preguntó la anciana que estaba junto a su marido-, me resulta familiar.
- Soy un viejo amigo, nada más –contestó Alejandro y luego habló aparte al anciano-. Muchas gracias, nos veremos luego.
- ¡Desde ya!

El colectivo iba tan lleno que ya ni aire se respiraba. Como todo sábado a la noche se inundaba de jóvenes que molestaban al resto de los pasajeros. Las viejas, con sus comentarios, flameaban la bandera de la moralidad, mientras Alejandro, envuelto en sus pensamientos, no hacia más que triturar el boleto con sus manos. El viaje duró un buen rato, aunque no pudo constatar esa longevidad. El reloj en el ómnibus, como siempre, estaba roto, y el de su pulsera no lo había tenido presente aquella noche. No se atrevió a pedirle la hora a nadie, pero la verdad es que de nada hubiese servido reclamarla. Sabía que el resultado sería absurdo: algunos darían las tres, otros las diez y cuarto, otros las cinco y media. El tiempo ya no importaba, ya todo estaba escrito, todo estaba predeterminado por una fuerza superior a cualquier voluntad.
Bajo en la parada indicada. Miró la casa por un rato. Las luces estaban encendidas, pero tenues. Cruzó la calle, sacó las llaves. Abrió las cerraduras con movimientos delicados en fin de no hacer ruido. Entró en la callada vivienda y, buscando el cuarto de su amigo, subió por las escaleras. Y allí estaba él.
Envuelto entre las sábanas y en el sueño más profundo, descansaba su amigo, quién, de repente, rompió los hilos que lo ataban a su descanso y saltó sobre la cama. Las miradas no tardaron en cruzarse, entonces Daniel, muy tranquilo, se dirigió a su amigo:
- Alejandro, sos vos, que miedo me diste. ¿Sabés qué? Esta noche soñé con vos.
Su amigo lo contempló unos segundos y, con un tono peculiar contestó:
-¿Ah, sí? Ya me parecía.



Mariano Vergara

11.11.06

<< Secuestradores >>

Y si tengo que hablar de labores difíciles, le diré que el mío, el de jefe, no es nada sencillo. Gozamos de una fama poco prestigiosa, casi siempre vistos como privilegiados por parentescos, inadecuados para los trabajos duros e, incluso, haraganes con suerte. Diré que en esos casos es porque habla la voz de la envidia, que siempre se vale de generalizaciones, pues es más fácil que reconocer los logros, y sobre todo, entender las complicaciones del oficio. Muchas veces uno tiene que acarrear con los errores de los más estúpidos y con las pretensiones de los más competentes. No le queda más a uno terminar siendo no un obrero sino todos. Un grupo de trabajo es organismo y el jefe es quien debe ser cada una de las articulaciones que unen sus componentes, siendo participe en cada uno de los movimientos que este ejerce.
He tenido tiempos pésimos, jornadas horrorosas, momentos difíciles -¡Uy! Nada más recuerdo aquel día en que caí, y tan fue el impacto que dejé un gran hueco en el suelo y quedé insertado hasta la cadera.-. Ahora, igual, tengo peores torturas, como soportar políticos y empresarios que vienen día tras día en inmundas manadas. Sin embargo, no se compara, sin duda, a tener que sobrellevar a algunos alumnos que no hacen más que dar lástima. Pues, uno entiende que los tiempos hayan cambiado, pero algunos extremos resultan intolerantes. En mis días, la teoría servía sólo como relleno, como excusa para hacer las cosas, pero para triunfar sabíamos que era necesario imponer lo propio, algo renovador que tan exclusivamente nosotros podíamos aportar por ser jóvenes. Estos nuevos muchachos no hacen más que leer la Biblia y el Fausto, revolcándose en reglas y recomendaciones -que suelen ser tan pesadas como las leyes- sin la posibilidad de poder escapar de sus garras. Pero no caeré yo también en el espíritu de la generalización, ya que tengo mi excepción a la regla: un compadrito engreído que integra mi grupo de alumnos, descendiente de una buena familia, el molesto Miguel. Creía yo en su persona la posibilidad de huir de generalización que otorga más de mil recibidos por año. Tal vez, no era demasiado listo, pero había intenciones en el que eran más que envidiables. A él no le molestaría enfrentarse al más majestuoso de todos los tiempos, sabiendo de antemano su derrota y prometida para él la más cruel de los condenas, lo que en mí despertaba añoranzas se otras épocas que me revolvían el estómago en una sensación difícil de describir. Pero no bastaba con sentimientos, era tiempo de pasar a la oscura prisión que es la realidad.
Fue una ocasión perfecta sus bajas calificaciones, lo que me vio obligado a darle un ultimátum, excelente excusa para darle la prueba que me confirme el proyecto que él era. Ni bien pude desocuparme, lo llevé a que cumpla su misión.



- Bien, Miguel, vamos para allá –le dije-. Te será sencillo, simplemente es la hija de un panadero, creo que se llama Beatriz Mancini. Tiene veinte años y todavía no a tenido encuentros sexuales. Es un poco regordeta, narigona y desagradable. Sus anchos hombros y brazos la ayudan en su labor, pero la alejan de cualquier pretendiente. No tiene mucha escuela ni mucha calle, no puede dar dificultades. De igual modo, mantén los ojos abiertos y no te confíes.
- Maestro, usted me ofende –me dijo Miguel subrayando su pedantería-. No sólo me cree incapaz de cometer grandes hazañas, sino también duda de mi capacidad frente a una instancia tan sencilla. Ya sabe, señor, quien es mi padre. Es esa misma sangre la que corre por mis venas. Verá usted de todo lo que soy capaz, no lo olvide.
- Pues bien, veremos que tan listo eres. Recuerda que esta será la última oportunidad que veras pasar frente a tus ojos, así que más te vale, por tu futuro, que hagas las cosas como se deben. ¿Sabes qué? No confío en tu arrogancia, ya sabremos como te las arreglas.

Miguel cerró su enorme boca e hizo un gesto de antipatía. Eran las dos y media de la mañana cuando llegamos a la panadería “El progreso”, ubicada en la esquina que formaban dos solitarias calles, en una poco desvelada ciudad de la costas del mar argentino. El aprendiz tomo nota de cada una de las características del lugar, tal como mandaban los libros. Anotó en su informe:

“El frente está obstruido por una cortina metálica que tapa la entrada principal. No hay gente a la vista. Las pocas luces que rodean la zona son tímidas ante la oscuridad reinante del barrio. Se escucha, proveniente del interior de la panadería, una música acompañada por los alaridos de una voz femenina tan escasa de esta virtud que, más bien, no se distingue de los ladridos de los innumerables perros de la zona. Existe una puerta trasera que posiblemente lleve al lugar donde la desprevenida victima prepara la mercadería para vender cuando el sol salga.”

El hábil aprendiz se deslizó terrible por las medianeras vecinas, haciendo ladrar a los ya nombrados canes del barrio, mientras una ráfaga helada de invierno entraba por los huecos que la puerta trasera otorgaba sin apocamiento, mientras los árboles revoloteaban su prosa de silbidos en actitud melancólica, llorándoles a la noche sus miedos y pesares, confesándoles a la escondida luna testimonios de tantas fechorías que habían visto cometerse. De un momento a otro las luces de la panadería pasaron a extinguirse, dejando a la veinteañera en plena penumbra, quien, aterrorizada, quedo inmóvil, lloriqueando en silencio, presintiendo ya la visita de un hostil compañero. Miguel provocó un pequeño temblor en el mostrador pequeño donde se alojaban las facturas del día anterior, ocasionando en la muchacha un silencio repentino. Armada de coraje, Beatriz manoteó la tabla que se encontraba en la parte superior del horno, hasta encontrar sobre ella el más macizo palo de amasar. Luego, se dirigió al mostrador sigilosamente, mientras una respiración agitada se escuchaba acercarse de a poco. El ladrido de los perros cesó. Sólo quedo ese jadeo interminable e intenso rodeando en el aire como la mano de la negra muerte, acercándose segundo a segundo. Se extinguió todo sonido. La panadera ya se creía muerta. No veía escapatoria, no sabía sonde se encontraba aquel ser terrible que había perturbado su feliz labor. De repente, se escucho el ruidoso chirrido de la puerta trasera que se arrastraba hasta golpear al cerrarse, cuando la muchacha, adivinando la maniobra del criminal, dio media vuelta y atacó al aire con su instrumento de cocina, impactando al desgraciado infeliz que había intentado sorprenderla.
Las luces volvieron a encenderse.
Tiró al inconsciente ser en un canasto de pan que tenía ocupado por unos cuantos felipes ya pasados de fecha. Lo Ató con unas redes donde metía el pan viejo y espero hasta que recuperara la conciencia. No podía llevarlo ante las autoridades. Era un ser demasiado extraño para exponerlo. Armaría todo un revuelo, cosa que no haría nada bien al local de su padre, ni a ella misma. Hace un tiempo, don Ibáñez tuvo que cerrar su oficio en las quinielas luego de que un joven entró a robar en su comercio. Al parecer, era hijo de un comisario muy amigo de un empresario portuario. A él no le gusto nada la perdida de su hijo, lo que le costó al quinielero su trabajo y dos años de cárcel. La chica no era tan tonta. “Si eso te dan por castigar al hijo de un oficial, por este se me va a cerrar cualquier puerta”, dijo en vos alta mientras el inconsciente daba sus primeros indicios de vida al babear su hombro.
Paso una hora, Miguel despertó. La joven no dio respuesta ante los movimientos de ojos que el aprendiz gesticulaba con expresión terrorífica. Fijó, de una vez por todas, la mirada en la muchacha y empezó el clásico “Diálogo de presentación”, llamado así por el teórico Samuel[1].
- No pongas resistencia, pues mía serás. Te llevaré a mis pagos donde haré contigo lo que mi maestro disponga. No pongas resistencia, ya tu alma está condenada. Tengo amigos poderosos, mi propio padre es popular en tus tierras. Poco tiempo te queda en este lugar. Libérame, y así podré hacer de ti lo que disponga.
- ¡Momento! -dijo la joven-. ¿No deberías, no sé, pagarme con algo?.
- ¿Pagar? Por qué me tienes, por un ser atado a los caprichos de mujeres. Mi voluntad basta para que cualquier acción se cometa. No necesito pagar, pues…
¿Qué no ves quien soy yo? ¿No sientes la oscuridad en el alma, el aire ardiente en el pecho?
- Ni una cosa ni la otra. No eres quien yo creo, o creí que podrías ser. ¿Cómo puedes atemorizarme si ni salir de esos panes viejos puedes? Y en el caso de que lo fueses, conozco las reglas. Se que debes darme algo a cambio.

El debate duro hasta pocas horas de finalizar la noche. Miguel terminó por confesar su identidad. Enternecida y preocupada por la posición del aprendiz, la joven aflojó con sus pretensiones y pudieron llegar a un trato justo. Luego de acordar los puntos, la muchacha firmó el precontrato con Miguel, quien se marchó de la panadería para flamearme los logros conseguidos. A la noche siguiente, se reencontraron en “el progreso” para cumplir los propósitos que se establecían en el acuerdo.

- Bien, Miguel –dijo la muchacha ya lista para comenzar la preparación de su sustento de vida-, que nombre tan gracioso tienes para ser quien dices que eres. De igual manera, eso mucho no me incumbe, pasemos a lo nuestro. Mientras charlamos, podrías ayudarme a preparar estas medialunas. Se que para alguien como tú debe ser deshonroso este trabajo –pronuncio con gesto de ironía-, pero es por ti que hago todo esto, tu debes hacer tu parte.
El alumno hizo una mueca con los labios, luego se arremango y empezó a imitar lo que la panadera hacia. Luego de unos instantes de silencio, hubo que empezar con lo acordado.

- Muy bien, recuerda que eres mía si yo puedo cometer tan sólo una de las tres peticiones que tú me hagas. Tan sólo una. Eso será suficiente. Ten cuidado con lo que pides, pues soy un ser de suma inteligencia. No erres en tus sentencias, tu dependes de ellas.

Mientras pronunciaba esas palabras, el extraño personaje titubeaba y jadeaba como si estuviese entrando en un curioso acto de placer. Sus ojos parecían escaparse de los débiles marcos que proponía su extraña figura. Sus dedos se enredaban con los de la otra mano, acompañados de un espantoso juego de muñecas que las hacia rotar hasta sentirse las roturas de los elementos que componían sus articulación. A cada diástole del monstruo parecía sentirse el aullido de un alma en pena encerrada. En cada riza suelta, su boca despedía los más terrible olores que parecían debilitar las fuertes llamas del horno industrial.
- Claro que lo recuerdo. –dijo la corpulenta Beatriz sin prestar atención a las deformidades que se daban en su acompañante-. Pero si estás demasiado apurado, comenzaré ahora mismo… Claro, eso harás. Escúchame bien: Si sabes algo de mí, no puedes evadir el detalle de que soy escritora, amateur, pero escritora al fin. Aquí tienes, son mis últimos textos. Si puedes mejorar tan sólo una de mis obras, tienes derecho a llevarme contigo.
- Un detalle, una metáfora poco adecuada, una tilde mal colocada, cualquier cosa… -dijo Miguel fervoroso, tanto que si fuera perro ya se hubiese orinado.
- Sí, cualquier cosa –dijo la panadera-. Puedes pedir ayuda.

Miguel se despidió para comenzar con su trabajo. Juntó a Borges, Arlt, Cortazar, Bécquer, Quevedo, Góngora, entre otros grandes autores de la lengua hispana. Ellos otorgaron su ayuda sin reproches. Se sentían felices de poder enterrar a una escritora de tan poco calibre. Esta actitud parece un poco canalla para señores tan ilustres como los mencionados, pero debe comprenderse que luego de unos años en este lugar uno ya pierde la bondad. “Pero yo no me molestaría, –pronunció uno de los artistas- si es escritora, al cabo de un tiempo terminará aquí” Miguel se excuso. Rescribió varios momentos de la obra y, a la noche siguiente, volvió a la panadería por su premio.

- Muy bien, ahora vendrás conmigo.
- No iré a ningún lado –dijo Beatriz.
- Tú me prometiste…
- Dije que si mejorabas mi obra cumpliría con lo que me pediste, pero no puedes corregir mi obra para hacerla mejor, nadie puede, sólo yo. Si otra persona mejora lo que escribí, ya no es mío. Pertenece a otro autor. Uno mejor, puede ser, pero ya no es mi obra. Ella es mía y de nadie más, por más mal escrita que esté.
- No comprendo –dijo con enfado Miguel.
- Mira, escribe algo en este papel. Cualquier cosa. Bien, ahora yo lo borrare y escribiré la misma idea pero con otras palabras. Ahora, como verás, en primer lugar vos escribiste algo y yo lo rescribí, ya no eres el autor tú sino yo. En segundo lugar hemos cambiado de palabras. Cada palabra tiene su propio peso, su propia identidad, por más que encierren conceptos similares. Si tú cambias las palabras cambias el sentido. Yo ya no soy autora de la obra.
- Claro, claro, basta ya –dijo Miguel seguido de una pausa-.Tú ganas. Dime, ¿Cuál es el próximo mandato, niña mía?
- Está bien, presta atención, ya no seas tan torpe: Yo soy soltera y sin novio. No he sentido nunca el amor en mí. Tú tienes que lograrlo. Debes traerme a una persona que despierte en mí un amor incondicional y que esa persona sienta de mí lo mismo, ¿entendido?.

Miguel se quedo pensando un momento. Empezó a caminar de forma macabra por toda la panadería. Sus dientes crujían como un serrucho de tiza que cortaba la tabla de un pizarrón. Frenó su caminata un segundo y comenzó un entretenido juego con un pan de manteca que estaba sobre una mesada. Se paró frente a la inmaculada y pronunció un duro y feliz “entendido”, marchándose con rapidez.
A la noche siguiente Miguel esperaba a la panadera en la puerta del establecimiento con cerca de veinte mil pretendientes. Comportamiento tan adornado tenía dos notables razones. En primer lugar, no era positivo fallar en su segundo intento, pero además, no conocía los gustos de la muchacha. Es así como bandadas de adultos, jóvenes, niños y ancianos; rubios, morenos y castaños; blancos, negros y orientales; bajos, altos, gigantes y enanos; torpes, tontos, listos y hábiles; rulitos, calvos, rapados, peli-largos y peli-cortos; caballeros y damas dejaban pasar el tiempo en el acortado patio trasero. A la hora señalada, se produjo el encuentro.
- ¿Pero cuanta gente has traído?- dijo la panadera largando un grito de lo menos encantador.
- No voy a fallar. No, no. Claro que no.
- Eso lo veremos, empezaré la búsqueda.
Y aunque hubo resultados, las estadísticas no fueron positivas. A la panadera sólo le gustaban las personas de distinto sexo, lo que eliminó once de los veinte mil invitados. Además debió eliminar a los mayores de cuatro décadas y menores de dieciocho por cuestiones de afinidad, lo que dejó sólo tres mil aptos. El filtro del gusto también fue puesto a prueba, ya que mil tuvieron el visto bueno por la joven. Pero de esos mil solamente quinientos la consideraron agradable para algún hecho sexual, aunque el noventa y cinco por ciento rechazo la posibilidad de amarla incondicionalmente. Ya con un número bastante reducido, se iniciaron las pruebas correspondientes para que el amor se lleve a cabo. Durante seis meses, la panadera fue cortejada por los favorecidos, aunque se mantuvo persistente en conservar su virginidad. Tal vez fue este suceso el que puso en peligro el plan, ya que sólo uno llegó a amar –en sentido sentimental y no carnal- a Beatriz. Temeroso, el aplicado Miguel gasto sus energías en ver que nada disloque la nueva relación. Dicho esfuerzo no fue tan glorioso, pocos hombres se acercaban a perturbar el nuevo romance y, al parecer, el enamorado de la panadera supo beneficiar el amor logrado. Pasado un tiempo, el aprendiz volvió a presentarse frente a la joven. Con la felicidad en una mano y un manojo de amenazas en la otra, no pudo contener más sus emociones.
- Eres mía, niña, ya no tienes excusa. ¿O a caso sí? No, no la tienes. He ganado. Tú has encontrado un amor incondicional. Ya gané. ¿Qué tienes que decir ahora?
- Nada, sólo que no has ganado-. Dijo la muchacha.
- ¿Cómo que no gané? Tú ahora eres mía, encontraste tu amor.
- Crees que por encontrar un amor ya es incondicional. Qué tonto. No existe tal cosa. No existe un amor incondicional, nunca lo encontraré si no existe. Entiéndeme, cualquier romance es finito, eso ya es una condición.
- Eso quiero verlo, no te creo, eso lo quiero ver.
- Entonces esperá hasta que el amor perdure hasta la eternidad. ¿Puedes por casualidad demostrar en este momento que mi amor va a ser para siempre, y por lo tanto, que es incondicional?
-Bueno, creo que no.
- ¿Y cuándo podrías hacerlo?
Miguel esperó un momento antes de contestar. El nuevo fracaso no era una idea que le interesara demasiado. Las espadas y las paredes suelen sacar de uno hasta lo más inesperado y, sin embargo, también lo más inoportuno. Pero como en riesgos estaban empatados, la cornisa era exiguo sustento para ambos. Me parece a mí que lo que molestaba en mayor medida al aprendiz era verse superado por tan desmañada persona. Lo que lo llevó a sospechar sus supuestas habilidades, en primer lugar, y sobre las de la muchacha, que, después de todo, no había sido calificada negativamente por su experiencia sino a partir del conocimiento que yo le había aportado. Es así que, como tal cual lo hacen los malos perdedores, no tomó la derrota como un fracaso personal sino como una treta de su superior, quien le había encajado cocodrilo por Bambi.
No le quedó más que contestar la verdad, por lo menos la que el suponía.
- Probablemente, cuando el amor termine. Y hay ganarías tú, ¿verdad?
- Exactamente- festejó Beatriz-. Creo que la victoria es mía, pues mi última petición se te complicará bastante, pero tú has aceptado no rechazar ningún tipo de propuesta, ¿no es así?
- Por supuesto, querida, pero tan poco me busqués lo imposible –dijo Miguel, con un curioso tono argentino-. Estoy listo, largá ya.
- Bueno, paciencia, tenemos tiempo.-Beatriz pensó un momento, indicando su acción mirando al techo y colocando el índice de la mano derecha por debajo de su labio-. Prestá atención. Deberás traerme a una chica que resida en el infierno actualmente, que tenga veinte años o más, pero que se mantenga virgen aún. ¡Sí! Eso es lo que te pido, ahora apuraté.
- ¿Segurá? –preguntó Miguel.
- ¡Por supuesto! ¿Es realmente imposible, verdad? Agregaré otra cuestión. Tienes una hora, sí, tan sólo una hora. ¿Te parece?
- Con un minuto me alcanza.


Estaba yo jugando una partida de truco con El Señor. No es mal jugador, además es bastante simpático. Sabe apostar, y tiene mucho para hacerlo. Recuerdo que, no hace mucho tiempo, le gané un par de Santos por mano en un “falta envido”. ¿Qué curioso, verdad?. El partido no sólo se disfruta, también conversamos mucho mientras se abaraja, cosa que es bastante aprovechable.
- Pues bien –me dijo-, que ocurrió finalmente con Miguel.
- Tuve que aceptarlo de nuevo en la clase, ¿qué más podía hacer? Pero, que más da, se lo ganó.
- ¿Pero? –Dijo El Señor estirando la o como relator de fútbol.
- Ya lo sé, no hizo grandes méritos. Pero bueno, la muchacha era lista, sólo pensó tener todas sus cuestiones resueltas, no supo ver donde estaba.
- ¿Te referís a la cornisa?
- No seas así. Conocía los peligros y diseño un plan genial, fue tan sólo un error de ubicación. ¡Vos sabes bien a que me refiero! ¿No crees que ya es hora de que se lo digas?
- ¿Decirles, a ellos? No, ni pensarlo. Así está bien. Ellos son capaces de verlo por si mismos, pero claro, ven lo que quieren. Además, ¿con qué nos divertimos nosotros si no es con ellos?
- Tienes razón, como siempre.
- Concuerdo contigo que la chica era muy hábil, me gustaría que la apuestes en el próximo partido.
- Ni soñarlo –le dije.
- ¿Tienes planes para ella?
- Ya le conseguí un puesto en las instalaciones, quiero disfrutarla en lo que mejor sabe hacer.
- ¿Y qué apostarás?
- Qué tal este, se llama Mariano, escribe lo que le dicto hace ya un tiempo.
- Muy bien, sos mano.
- ¡Envido!.




Mariano Vergara


[1] Samuel, “El diálogo de presentación” en Teorías Infernales, Tierra del fuego, Vergara, 1986; 66.

<< Oscuro Silencio >>

Ahí estaba, parado sobre el aire de aquel helado suelo que intentaba mantenerme de pié. Silencio y soledad. Ruido y luces de colores. Todos giraban dentro de mis ojos pidiéndole ayuda a una sombra en la pared.
Figuras opacas pasan de un lado a otro de los barrotes. Mis suspiros retumban suavemente sobre mis oídos congelados. Por momentos, sólo los fantasmas que mi imaginación creaba me hacían compañía. De las celdas contiguas, algunas voces gritaban mi nombre. No me conocen. No los conozco. Tampoco paso por mi cabeza, en ningún momento, la idea de socializarme, no lo necesitaba. A veces, cuando uno está preso en sí mismo, sólo quiere cerrar los ojos y soñar con los bellos paisajes que jamás podrá conocer. Soñar con las personas que no lo olvidan. Soñar con las letras que lo arman. Soñar con las formas que no asustan.
Con mi cuerpo recostado sobre las piedras que yacías debajo de mí, puse a volar mi imaginación para hacer pasar el tiempo invisible dentro de aquel reloj inexis­tente. Por mi cabeza, muchas personas que no conocía comenzaron a pasar una y otra vez como viejas fotografías que querían hacerse ver. Intenté hablarles. Nada. No había respuestas. No había sonido. Nadie parecía escucharme. Nadie quería, realmente, escucharme.
Las llamas de un ardiente fuego se clavaron fugazmente en mis ojos. Nada más brillaba a mí alrededor, solo eso simplemente existía dentro de mi cabeza. Al tiempo que mi mente viajaba por un mundo lejano, entre silencio y temor, unos guardias pasaban junto a mí maldiciendo al cielo por la vida que les había tocado. Extraño. Yo encerrado injustamente al lado de mi imaginación y ellos enojados con su pre­ciosa vida, esa vida que en comparación con la mía era dorada. Bronca. Paradoja. Tonterías incesantes recorrían la inmensidad del oscuro universo. Falsas teorías que ellos creían reales. Solo podía asombrarme al ver lo equivocado que estaban. Yo estaba solo, no ellos.
Volví a mi sueño. Intenté respirar profundamente sin perder la concentración. Solo un segundo me alcanzó para entrar en ritmo otra vez. En ese momento co­mencé a imaginar, de nuevo. Cosas sin sentido. Cosas imaginarias. Cosas muy rea­les.
La pequeña llama pasó a ser ya un gran incendio. Solo eso, fuego creciendo más y más a cada segundo. Fuego incrementando su poder como si alguien lo estuviese alimentando. Yo no pude ver nada a su alrededor, simplemente unos papeles en blanco que rogaban por el fin, de una vez por todas. Aquellas hojas vacías, tal vez, no eran más que eso, pero estaban ahí ardiendo en su dolor esperando, como si dios existiese, un segundo de calma.
De pronto, el fuego comenzó a extinguirse como si los segundos empezaran a caminar a través de toda la pequeña habitación, buscando el tiempo perdido. Ya no quedaba nada. Los papeles habían desaparecido, y del fuego no había rastros ya. Solo la nada misma.
Volviendo, luego de un rato, al mundo real, vino a mi cabeza la imagen de una persona a la que había tenido que dejar afuera. Solo por la fuerza. Casi no recordaba su nombre. Solo sus ojos y su voz. Su belleza. Sus palabras.
Un tiempo fue el que permanecí tieso, pensando, recordando todo aquello que una parte de mi mente ansiaba olvidar. Mi corazón, en cambio, se esforzaba por mante­ner ese rostro, pero el tiempo quería borrar las manchas de luz que yo había decidido clavar sobre un muro de mis huesos.
Me puse de pié sobresaltado al ver aquella persona detrás de los caños de acero que me dividían del mundo exterior.
Vi que hablaba. Movía sus labios dándome algún mensaje que el silencio no me dejaba escuchar. A veces, gesticulaba con sus manos para hacerme salir del transe en el que estaba hacía algunos cuantos años ya.
Me acerqué a los barrotes para tomar su mano. Quería volver a sentir ese calor que hacía ya tiempo que no sentía. Cerré los ojos para disfrutar aquel momento. Ol­vidaba todo lo demás. Solo ese instante. Solo ese momento.
Unas palabras más salieron de su boca. Intenté responder. Fue inútil. Fue en vano. Una luz muy brillante parecía salir de sus ojos. A pesar de mi paranoico silencio, nada parecía afectarle. Era feliz. Éramos felices.
Luego de un tiempo de sólo mirarnos, se fue. Se fue junto con la luz de sus ojos que hacía brillar a los míos. Soledad. Ya de nuevo todo estaba en soledad. Mis sue­ños y yo teníamos que volver al silencio y la oscuridad de aquella caja de acero que me retenía prácticamente muerto y cubierto de una opaca paranoia.
Invierno. Verano. Todo era lo mismo. Ya no sentía ni calor ni frío. Solo llegaba a mí el dulce suspiro del aire que me despertaba por las mañanas. Años que pasaban rápidamente como si nada ocurriese. Esa era mi vida ya. Solo años que corrían ve­lozmente. Sin destino. Sin punto de partida.
Treinta años. Cuarenta años. Ya prácticamente ni recordaba. Todo en mi mente parecía borrarse. Todo se olvidaba por sí solo. Posiblemente, el resto de los pobres seres que también sufrían en soledad dentro de cuatro paredes, que poco a poco pa­recían encogerse, creían o parecían ser gente normal. Pero yo no. Fui demasiado dé­bil y tuve que darme por vencido. Puedo decir que estaba medio loco. No, mejor dicho, completamente loco. Los bichos y la mugre eran mis mejores amigos y mis lágrimas sólo servían para limpiarme la cara, por momentos, bañada en suciedad. En esas circunstancias era normal que me volviese loco. Casi al filo de ser nada dentro del espeso aire y las tinieblas que rozaban las paredes.
El cansancio me venció. Ya pasaron setenta años. Y aquí estoy, tirado sobre el catre sabiendo ya que mi muerte fue hace ya unos años.
Aquí estoy, mis sueños se acaban ya y la esperanza dejó el color verde para trans­formarse color rojo sangre. Como la sangre que cubre mis ojos. Como la sangre que está secándose dentro de mi cansada alma.
Ya sin luces de colores. Ya sin ruidos que me espantan. Ya sin libertad.





Damián Aguirre