<< La puerta roja >>
La noche se alejaba ahuyentada por los rayos del sol. El rocío crecía en las verdes hojas, tal vez, por espectadoras de lujo, como llanto sudado de tristeza inconsolable. El hielo que se rompía por los cantos de los gallos, hoy pertenece al cese de los ladridos de los perros y al grito de los despertadores, quienes no son mujer y, sin embargo, logran romperle a uno los oídos. Los gatos vagabundos bajaban de los tejados festejando por los trozos de carnes arrojados por el suelo que, aunque exiguos de fuego y aderezos, estaban frescos y listos para el consumo. El final suele ser tan potencial y explosivo como el comienzo, pero al hombre le da lo mismo el concluir de su propia vida que el fin de la humanidad misma. ¿Cómo serían las cosas si uno podría verlas desde afuera de uno, o del final al principio?
Luis Norberto Nuñez nació en una clínica, como tantos de nosotros, en una ciudad bastante poblada de la costa rioplatense. De niño no se veía muy listo, ni muy activo, ni muy bello, pero igual, y a poco tiempo de tener razón propia, pudo sentir en si la posibilidad de quedar marcado en unas líneas. Cuando uno es joven, siente que el mundo es simple, que es fácil ser mucho, que es de fracasados ser llegar a poco. La verdad es que son pocos y afortunados los hombres que rellenan enciclopedias. Pronto, y poco a poco, el mundo deja de ser esa fiesta de la honestidad donde uno produce y consigue para transformarse en un sitio sin regla del esfuerzo. Aquí el mundo no es justo, y el cielo tampoco lo es. ¿Pues quién sabe? Tal vez en los valles donde reluce la puerta brillante hay un guardián divino que sentencia ocasionalmente: “Míralo, otro tonto que no robo”. No sabemos bien que es la justicia, y es un poco nocivo pensar que ella es nuestra protectora. O peor aún, como algunos, pensar que está de nuestro lado, y no del otro. Eso no es justicia, y no tengo muy claro lo que significa aun. Quienes son de mi influencia, o más respetables en sus opiniones, gente a la que yo miro desde el zócalo, a menudo un pueden espiar en todos lados; nadie es ubicuo, el mundo es conjunto de puntos de vista.
La verdad es que a Luis, a sus once años, le importaban poco estas cosas. Tenía una hermanita un par de años menor, Sandra, y un hermano, Jorge, que un par iba delante de él. Su padre trabajaba en una pequeña empresa –que poco provecho veo en contarles a que se dedicaba-, mientras su madre se dedicaba a los tareas de la casa. En frente a ellos vivía una familia con algunos problemas de más, los Rodríguez Mancini, los cuales tenían cierta jerarquía en su linaje. El abuelo de Enrique, el padre de familia, al parecer había hecho un importante dinero declarando bienes del estado como propios, aunque nunca llegó a ser tan importante como su padre, quién juró alguna vez haber montando al lado de los aborígenes del sur, y luego, con bondad y afán de justicia, los entrego a un amiguito suyo, uno que ahora es ilustre en los billetes de cien pesos. De aquellos senderos majestuosos sólo ahora habían quedado algunas chucherías viejas, las cuales el padre de Enrique no había llegado a vender por culpa de su inoportuna defunción. Su padre lo educó para vivir de lo que él producía, pero, lamentablemente, se olvido de revelarle que hacer cuando ya no tenga de quien vivir. Tan sólo le bastaron diez años en arruinar por completo a la familia. Según cuentan algunos, la muerte, antes de llevárselo, le advirtió sobre su futuro, lo que ocasiono en el buen hombre una reacción solidaria: vendió su última propiedad para otorgarles el dinero a un boliche a punto de la quiebra y a sus refinadas empleadas, pero claro: cada acción solidaria tiene su premio. A tanta tragedia, Enrique se encontraba desempleado, con muy poco oficio y muy pocas ambiciones intelectuales, las cuales no lo hacían un ser de pocos deseo, pues una ambición se reemplaza por otra . Su esposa, día a día, lo amenazaba con el exilio a mejores pagos si no encontraba una solución a tal difícil asunto. Desesperado, suplicó a sus vecinos:
- Tú has sido mi amigo desde muchos años. Siempre jugamos juntos, desde pequeños. ¿Recuerdas esas veces en que yo te prestaba mis juguetes? Era nuestra amistad, que brillaba en esos hermosos años. Te suplico por lo que más quiera, necesito que me consigas trabajo en la empresa.
- ¿Amigos? Ni me saludás por la calle cuando me cruzás. Vos si que no tenés cara, eh. ¿Te acordás que me prestabas tus juguetes con la condición de que el que ganaba eras vos?¿Y cuando le dijiste al lungo: ese negrito, es mi amigo porque me da lástima? Bien, yo no soy la basura que vos sos, te voy a conseguir laburo. Solamente, te pido una condición: ese chiquito que tenés ahora –dijo el padre de Luis señalando al hijo de Enrique-, quiero que lo eduqués como alguien que valga la pena, que limpie el sucio apellido de tu familia. ¿Está claro?
- Como digas, amigo –dijo Enrique en señal de arrepentimiento.
Ese pequeño, era Diego, noble como pocos, siempre que tengamos en cuenta la sangre antes que la pureza del alma. Pudo recuperar él la infancia de sus padres, ya que no tardo Enrique en hacerse amigo de sus jefes, quienes reconocieron sus habilidades al poco tiempo, y a pesar de eso, le brindaron hermosos ascensos. Enrique mostraba un valeroso coraje a la hora de mandar a sus subordinados, y era tanta su generosidad que no les negaba los esfuerzos que el mismo se privaba. Sin duda, estas muestras de inteligencia y esfuerzos lo mostraron similar a quienes montaban la empresa, pero por supuesto que tan aire altanero le hizo olvidar a quien su empleo pudo alguna vez alcanzarle. Mas eso aun lo dejó en la línea de sus pares, quines ante la crisis económica, y sin ganas de perder un dólar –es decir, un peso- dejaron sin empleo a quienes sólo trabajaban y no brindaron sus afectos. En esta lista, y para ser más emocionante esta historia, se encontraba el padre de Luis, que no había aportado ni diez años siquiera a su trabajo, pero acercándose esa fecha, era conveniente reducirlo antes de subirle su paga.
El hombre perdió con su empleo sus esperanzas. Intentó conseguir uno nuevo como pudo, pero todo fue inútil. Nadie le daba trabajo a quién sólo trabajo podía ofrecer, e incluso quien antes había recibido algo del buen hombre, no vio positivo devolver el favor. Su mujer, noble y gentil dama, vivió angustiosos meses llevando poca comida a su mesa, aunque no fueron muchos esos días: una enfermedad terrible mató a unos de sus órganos y ella no pudo sobrevivirlo. Murió a los pocos días, luego de las diez velas de la pequeña Sandra. Su familia sintió fuertemente esa pérdida, pero más el joven Luis, que abandonó la escuela al poco rato para cuidar a su hermana, mientras su padre y Jorge conseguían dinero para mantener a la familia.
Pero quiso, tal vez el todo poderoso, que las cosas siguieran su rumbo, y fue en una larga tormenta que sacudió los cables que sobrevuelan las calles y acompañó una hermosa lluvia, diría yo, similar al diluvio divino. Tan fue la fuerza y la ira que cayó el árbol que florecía en el parque de Luis, destruyendo una de las habitaciones, y arrancando una de las piernas de su padre, tal como se rompieron las murallas ante las trompetas de Jérico.
Y era cuando acompañaba a su padre a la ambulancia el momento en el que Luis observó a Diego, a través de su ventana, riéndose a carcajadas de la desgracia ajena. Luis era demasiado maduro ya, a pesar de su edad, para que eso le causara algún conflicto, pero le molestó la actitud de los mayores, que viendo tal acto en un muchacho no se lo regañara. En vez, parecía que se lo elogiaba por aquello.
Pasaron los años y las cosas no mejoraban. Muchos eran los problemas que ocasiona el padre de los muchachos, pues ya no aportaba dinero, sino todo lo contrario. Y al sentir que era una carga para sus hijos, decidió ya no causar molestias, más el precio de un descanso digno de un hombre y su correspondiente ceremonia. A todo esto, ya Luis llegaba a los dieciséis, y era ya todo un hombre. A falta de familiares dignos, cargaba en el todo el peso de su familia, incluso el de su hermano, que había optado –no lo juzgo- por el alcohol y las drogas, a falta de una solución. Pasaba largas horas con los muchachos del barrio, y estaba más noches en el áspero asfalto que en las suaves cobijas. Era mal tildado en el barrio, y antes de ofrecer soluciones inútil, la gente del lugar prefería mirarlo con desprecio. De esta forma, era mucho más fácil para todos, ya que si el estaría mejor, tal vez sería otro quien moleste, y si no fuese así, se correría el riesgo de no tener tema de conversación en las panaderías.
Eran las seis de la tarde en un día terrible, cuando el verano traía a la ciudad inmensas masas de gente, quines aportaban movimiento a la ciudad y camionetas a los comerciantes. El tráfico estaba trastornado y era muy difícil encontrar un lugar tranquilo. Jugaba Sandra a unas cuadras de su casa, a fuera, mientras su hermano estaba trabajando. La jornada se volvía poco alentadora, pues se acercaban las nubes y la gente quería escapar con velocidad de las gotas. Entonces, retornaba en bicicleta Luis a su hogar y divisó a las cuadras a su hermana, que a pesar de todo conservaba su sonrisa cuando se divertía. Cruzó ella la cuadra a buscar una pelota que se le había escapado, cuando de los ojos de dios salió un auto que poseía un corazón tan frío y oxidado que no volvió atrás, luego de haber derribado a la niña, quien, desplomada en el suelo, su risa se apagó. Y los llantos de su hermano fueron tan sinceros que ni el mismo Jesús hubiese dado tanto por sacrificarse por ella, un ser tan noble y alegre que alumbraba la oscuridad de la noche. En la tristeza inmensa, la aceleración del corazón, la soledad del final era tan final y tan solitaria; la misma muerte hubiese salido corriendo atemorizada.
Las personas más solidarias de la zona acercaron su ayuda a la mal herida, mientras las vecinas de la zona salían a observar los hechos y ser testigos propios de aquel acto. De tras de doña Elsa, una de las más ligeras en correr rumores, apareció Diego, quien iba a la casa de uno de sus amigos, y le susurró al oído arrugado de la dama: “¡Qué bien, uno menos!”. Dichas palabras fueron captadas por Luis, que no prestó atención debido a la circunstancia, pues le pareció más urgente su ayuda que una reacción violenta, aunque su propia cabeza se ocupó de la venganza.
De vuelta del hospital, caminaba Luis por dos senderos a la vez: uno, el que lo conducía a su casa, el otro, el que lo llevaba a la de su vecino. Era tanto el odio que había en su cabeza que incluso sus ojos, que eran siempre tiernos, se volvieron erguidos y de gran fortaleza, mientras su paso era ligero. Logró divisar a metros a Diego, quien caminaba temeroso en la noche sólo mirando al frente, lo que facilitó a Luis seguirlo sigilosamente por detrás. Había entre la puerta de Diego, blanca como pocas, y otra anterior un pasillo, que era tan sombrío que se volvía el tramo más peligroso del trayecto. Incluso, así lo fue.
Luis tomó a su vecino, luego de que el abriese la puerta, y lo golpeó contra una pared. El otro, llorando, pidió piedad, pero no le fue concedida y recibió una fuerte patada. Luego, Luis sacó un afilado cuchillo y se lo enterró con fuerza en el brazo, y luego en la pierna, y luego en el pecho. La sangre se dio a la fuga, al igual que los gritos, pero era tan sombrío el lugar que parecía que el demonio lo había encerrado en una esfera sin salida. La maldad daba paso al disfrute, el disfrute al esmero; el odio cegaba sus ojos y la excitación guiaba su arma. Los golpes fueron seguidos, uno tras otro, volviendo aquel lugar una verdadera carnicería. Arrancó Luis los ojos del muchacho y los metió en su bolsillo, sacó luego la lengua y se la metió en el estómago, e hizo tantos cortes como segundos duró la noche. Terminada la venganza, cerró aquella puerta roja y gritó: “¡que bien, uno menos!”. Luego, se fue silbando y se metió en la cama.
Mariano Vergara